A su memoria

Esos hombres eran moralmente superiores porque cada uno era capaz de sentir gran amor por la humanidad”.

Fue en la ciudad de Chicago, un primero de mayo de 1886, cuando el capitalismo perpetró el  crimen monumental contra un grupo de obreros que en su lucha por la jornada laboral de ocho horas y un pago salarial menos injusto aventaron su vida en prenda y alcanzaron el rango no tanto de mártires, a mi juicio, cuanto de héroes civiles. Ellos fueron August Spies, George Engel, Albert R. Parson, Adolph Fisher y Louis Lingg. ¿Lo sabrán hoy mismo los obreros mexicanos? ¿Cuántos de ellos lo conocerán?

Aquel primero de mayo, dice la crónica, amaneció caluroso. Muy temprano el sol doraba los patios de la prisión. En su respectiva celda de condenados a muerte ocho cautivos aguardan el patíbulo. Un ruido de cerraduras marca el final. Spies detiene su ambular de león enjaulado. “¿Ya es hora?”, pregunta. “Vamos afuera”, dice uno de los celadores, mostachos grandes e hirsutos. En la celda de Parsons, el que comanda el grupo de celadores ordena: “Vamos afuera”. “Así pues, llegó la hora de la verdad. Vamos”.

Rumbo a la horca: “Las leyes de ustedes están en oposición  a la naturaleza y con ellas roban a las masas el derecho a la vida, a la libertad y al bienestar. ¡Tiempo llegará en que nuestro silencio será más poderoso que las voces que hoy estrangulan ustedes!”

Mientras lo conducían fuera de la celda Lingg comenzó a decir: “No es por un crimen por lo que nos condenan. Es por…” Y guardó silencio. Cinco de los ocho anarquistas condenados a la horca por la justicia de Illinois habían sido concentrados en un saloncillo de la prisión federal, no lejos del “portón de entrada” (para ellos nunca más “portón de salida”). Pálidos, tranquilos, los condenados a muerte se miraron. “Salud, compañeros”. Intentaron una sonrisa. “¿Listos?”, preguntó el celador de los grandes mostachos. “Listos”, contestó Spies.

No es por un crimen por lo que nos condenan, repitió Lingg. “Nos condenan por nuestros principios, pero yo desprecio…” Guardó silencio. Afuera sonaban las 10 de una mañana caliente en Chicago. Ya ante el patíbulo, Lingg iba a completar su mensaje final: “No es por  un crimen por lo que ustedes nos condenan; es por nuestros principios. Los desprecio a todos, desprecio su orden, sus leyes, su fuerza, su autoridad. ¡Ahórquenme!”

– Las leyes de ustedes, dijo Engel, están en oposición con las leyes de la naturaleza, y mediante ellas roban a las masas el derecho a la vida, a la libertad y al bienestar. ¡Estoy listo!

– Pueden ustedes sentenciarme –Spies-. Pero que al menos se sepa que en Illinois varios hombres fueron sentenciados a muerte por pensar en un bienestar futuro, por no perder la esperanza en el último triunfo de la libertad y la justicia.

– Creen tener derechos sobre las personas, sus vidas y su libertad, y aun el derecho a asesinar a quienes les son incómodos, cuando son diferentes, cuando no son parte de la amorfa masa o rebaño servil -Fisher-. Si la muerte es la pena correlativa a nuestra ardiente pasión por la libertad de la especie humana, entonces lo digo muy alto: ¡dispongan de mi vida!

Al pie de la horca, Parson: “Sobre el veredicto de ustedes quedará el veredicto del pueblo, para demostrar las injusticias sociales de todos ustedes, que son  las que nos llevan al cadalso. Pero quedará el veredicto popular para decir que la lucha social no ha terminado por tan poca cosa como es nuestra muerte”.

Héroes civiles de la lucha obrera contra el explotador. (A su memoria.)

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