La administración de EU pidió a la Suprema Corte de Justicia desechar el fallo de un tribunal inferior que retrasó de manera indefinida la apertura del territorio de EU a los camiones de México.
El entonces presidente de la CANACAR: “Mucho se habla que en septiembre se terminarán todas las barreras, ojalá que así sea y podamos entrar al mercado estadunidense, pero cómo hacerlo, si ninguno de los camiones, ni los nuevos que recibimos de agencia, traen un catalizador especial que cuesta más de 7 mil dólares”.
Así fue, mis valedores. Sobre la prohibición de la entrada de transportes de carga a los Estados Unidos hablé a ustedes ayer, prohibición violatoria del Tratado de Libre Comercio. A propósito de los veinte años del tratado de marras, aquí la crónica del incidente que me ocurrió con un trailero del Soconusco al que se le recalentó el motor (del carguero). Obsequioso que es uno. (Pues sí, pero lástima.)
– Qué le parece, le dije. Que los vehículos mexicanos no cubren las normas mínimas para permitirles la entrada a EU.
– Racismo vil, discriminación. Norma que nos pongan enfrente, norma que les cubrimos, ¿no, Champotón? Al machetero, tres dientes de oro y gorra con visera hacia atrás, imitadores serviles que no fuésemos. Pedí a La Macarena, trabajadora doméstica, les bajara algo de cenar. Y así fue, mis valedores: como ayudé al camionero.
Lo ayudé, pero lástima; la noche entera la pasé en vela, y conmigo gran parte de la barriada: música a todo volumen dedicada al Señor. No, cuál religiosidad; al difunto Señor de los Cielos y al muy vivo Chapo Guzmán, y cumbias cimarronas, música grupera, la quebradita, redova y acordeón a 20 mil decibeles. En el trailer los albures a gritos entre machetero y chofer, las mentadas de madre, las risotadas. Las tres de la mañana. ¿Escuché quejidos? ¿Sollozos de mujer? El sueño, andavete.
Serían las dos, serían las tres, las cuatro, cinco o seis de la mañana, cuando el súbito traqueteo del motor, la retreta con las de aire, y ojos que te vieron ir. Después, el silencio. Amanecía. Traté de dormir, pero entonces a gritos la tía Conchis, conserje del edificio:
– ¡Baje para abajo, bigotón! ¡Córrale!
Allá voy, en camisón fiusha, escaleras abajo. De repente, ya en la banqueta, friégale, el resbalón. Vi estrellas. La tía Conchis: “No, y dese de santos que fue en el charco de aceite, que si no… ¿Ve esto de acá?”
Igual de resbaladizas, pero mil veces más asquerosas, las descargas corporales junto a rosetones de humedad en un muro que amaneció pintarrajeado con grafitos: “Puto yo”, “La Macarena ya”, y figuras grotescas, con todos sus pelos y señales.
– Y qué tal si el changazo lo da en esos, mire.
Vidrios rotos. Botellas vacías. Vómito. Restos de cigarros hechizos. Mota en greña. ¿Ya supo lo La Macarena?”
– ¡La habrán violado!
– Pero nomás ellos dos. En el cajón del trailer. No ha querido salir de su cuarto de la azotea y anda en un puro llorar, y no tanto por lo que perdió en la entrepierna sino porque al ritmo de la violación le bajaron relojito, medallón, pulseras. De no haber sido porque Dios me tentó el corazón y me dio valor para bajar a ayudar a la pobre violada, ¿sabe que por un pelo me le escapé al machetero?
– Válgame, Y qué hacer más allá de lamentarlo.
– Ah, ¿sólo eso? ¿Y el cochinero quién lo va a limpiar? ¿Yo, acaso? Del santo desmadre, ¿quién tuvo la culpa? ¡Ora, a limpiar!
Agua, cepillo, balde, jabón. Obsequioso que soy con los transportistas que se disponen a invadir Norteamérica, nuestro socio comercial. (TLC.)