De los mendicantes

Peña Nieto es la desilusión. El bienestar se reduce y el número de pobres sigue en aumento.

Y hablando de los pobres, que en México lo somos todos si exceptuamos a los ricos, hoy he de  referirme a los mendicantes, esos desdichados que desde ahí donde piden la de por Dios testimonian la acusación viva y lacerante de la injusticia que vive el país. Mis valedores:

Yo viajo en el Metro y bordeo y cruzo atrios y explanadas de teatros y templos y estadios y plazas de toros, y sea que los miro sentados en los escalones, arrimados a los muros o anidados en las rinconeras, la nata de los pedigueños me ofrece la certidumbre de que habito en un mundo, en un país, en una ciudad donde la injusticia cría como erisipela tales hongos humanos. Así, de cerca conozco ese inacabable borbollón de humanas  miserias y purulentosos bagazos que integran la cofradía de las lacras, las pústulas, las corcovas falsas y las auténticas. He visto de cerca ese gremio  de huérfanos, ciegos, baldados y demás entenados de la fortuna que desde el abandono y el desvalimiento cargan encima el mal fario y el santo de espaldas para así, a querer o no, sobrevivir en el áspero oficio del diario vivir una vida arrastrada, y sobrevivirla apenas, a penas, la mano extendida, húmedos los ojos y en los labios susurrantes la cantinela que es gancho  para prender las elusivas fibrillas, tan escurridizas, de la humana compasión:

– Una limosnita por amor de Dios…

Los menesterosos: como hongos patéticos y desastrados se crían al amor del atrio del templo, de la esquina de la barriada, de la plaza pública. Aquí arrodillados, allá en cuclillas, engarruñados, y más allá de errabundos, esta mano tentaleando las paredes y la otra extendida: “Animas caritativas…” Patético.

Semejante profesión de los beneméritos pordioseros vino a amacizar en la historia de la España medieval y renacentista toda una portentosa cultura que se sintetizó en la que denominamos la picaresca española, una de cuyas cumbres se regodea con las aventuras entre patéticas y regocijantes de El lazarillo de Tormes que por calles, tabernas y plazas públicas guía, mano en mano, al ciego aquel, buscavidas truhán. Sobre ello hablaré un día de estos a sus buenas mercedes. Por hoy:

Latente y viva se mantiene la tradición mendicante. Y si no, mis valedores, ¿ustedes han viajado alguna vez en el Metro? ¿Verdad que sí, y verdad que no es exageración afirmar que el Metro va y viene día a día hervoroso de mendicantes? De mutilados, deformes y  contrahechos que de vagón a vagón se la viven pidiendo la de por Dios; de ciegos que, soberbio sentido de orientación y  equilibro, sin auxilio del pasamanos vienen y van, esta mano en la armónica de boca y la otra sosteniendo el cacharro de hojalata, para rematar su tonada con el sonsonete:

– Señores pasajeros y señores usuarios…

Aquél, tullido que a bamboleos se desplaza en un vagón atascado de “señores usuarios”, a capela regurgita el bárbaro pregón carcelario:

“Escalones de la cárcel – escalón por escalón – unos suben y otros bajan – a dar su declaración».

Escaleras. No de la cárcel; de las estaciones del Metro. Escalón por escalón, todas están plagadas de esa nata de humana necesidad que con la extrema virtud de lo heroico a pie firme o engarruñados en el escalón resisten lo mismo fríos que agresiones de un sol en brama, y hoy vientos desbozalados y mañana lluvias tempraneras. Ustedes habrán viajado en el Metro, y entonces se habrán topado con la cofradía de los mendicantes.  (Esto sigue  mañana.)

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