(Estoy de vuelta en mi depto. de Cádiz. Tengo la puerta remachada con doble llave, no vaya a ser…)
Que acabo de visitar mi raíz provinciana, dije a ustedes ayer, y que mis sentidos abiertos de par en par me di a recorrer los floridos terrenos de mi niñez. Cierta noche, en la cresta de la serranía masticaba la carne de venado que me había ofertado mi primo Raudel. Ruidos, aromas, bandazos de viento llegaban de afuera, y la paz que se respiraba en el corazón de la serranía. Charlábamos.
Y es que en camino a la finca del finado tío Secundino el motor de la charchina se recalentó y tuve que detenerme en la casa de mi primo Raudel, y al cenar le preguntaba por la familia, ladereando por saber de mi prima Belén, el amor primerizo del que no me curo del todo. Belén, 17 años floridos y aquella promesa insinuada con su modo de mirar, de mirarme con sus zarcas pupilas. Belén. «De mi parentela…»
– Ya muy escasa la vas a encontrar, toda desbalagada. Quien no anda en el Norte fue a parar a Aguascalientes, a Guadalajara. La miseria, tú sabes. Había que sobrevivir.
– ¿Y luego sus buenos terrenos de siembra?
Lo vi sonreir. «Vida pacífica la de ustedes, serranos. Hasta acá no llegan los achaques de la ciudad».
Que por supuesto, que llegan. Cada 6 años trepa hasta allá el candidato a gobernador y habla, y promete que la miseria se va a acabar, y se va por donde vino. «Y el chamaco, que se moría de avitaminosis, y de malpasarse y por ignorancia la madre tras de malparir sus criaturas, y el hijo mayor, que anochecía en la sierra y amanecía en la ciudad, y se perdía rumbo al Norte. Las hijas, a servir de criadas en Zacatecas. La miseria».
Terminamos de cenar. Ya en la puerta de la vivienda mis ojos se desbalagaron por el robledal. Copia al carbón del firmamento estrellado, la serranía se claveteaba de fogatas. Pregunté por la bienamada de mi primera mocedad (vivo la última, pero a todo vivir). «¿Y aquella mi prima Belén?»
– La Belen. A ésa se la topaban por barrriadas de Tijuana. Si acaso sobrevivió al burdel ha de andar por ahí, podrida en el muladar.
El venado me pateó el estómago. Dije: «La miseria…»
– Esa ya la mandamos al carajo. Desde que nos cayeron los fuereños aquí todos tienen su buena fuente de ingresos.
– Misioneros de alguna secta extranjera.
Lo vi sonreír. «Al contado nos compran la cosecha y a buen precio nos venden el producto. Flamante, nuevecito. El que escojas».
Belén, el burdel. Dolorcillo en el costillar. Pero la sierra un viento perfumado, un rumor de animales nocturnos, un ambiente de paz. Si yo pudiese vivir en esta montaña claveteada de fogatas, pensé.
– Los rancheros cuidando sus milpas, dije.
El primo sonrió. Supe entonces: los fuereños integran el cártel que domina la región. Armas de alto poder, la mercancía.
– ¿Las fogatas? Grupos de serranos afinando detalles. Porque el gobierno cabrón cree que para sus chingaderas no hay límites, y ahora se quiere ir sobre el petróleo, pero nosotros le decimos: ¡basta!
Válgame. Me espanté. ¡Pero tú no, tú eres gente de paz!
– ¿Yo no? ¿Cómo falleció mi hijo, si no por la chinga que los sardos le aplicaron para que confesara? ¿Yo no? Mira esas bolsas de plástico. ¿Crees tú que las AK-47 son aperos de labranza?
Trepé a la carcacha. Y la reversa. «Oye, la finca del tío Secundino queda camino adelante, allá donde se ve aquella fogata».
No. Reculé. Yo directo a casa. Y aquí estoy, remachadas las ventanas, no vaya a ser que descubra fogatas en el Ajusco.
Es México, nuestro país. (¡Fogatas!)