Tanto quería Calígula a un caballo llamado Incitatus, que la víspera de las carreras del circo mandaba soldados a imponer silencio en todo el vecindario, para que nadie turbase el descanso de aquel animal. Mandó construirle una caballeriza de mármol, un pesebre de marfil, mantas de púrpura y collares de perlas; diole casa completa, con esclavos, muebles; en fin, todo lo necesario para que aquellos a quienes en su nombre invitaba a comer con él, recibiesen magnífico trato. Hasta dicen que le destinaba el consulado.
Suetonio, mis valedores. Resentido y parcial en la exposición de su historia, pero aun así esclarecedor nos resulta su testimonio sobre la Roma imperial. ¿Lo habrá leído alguno de ustedes? ¿Conoce alguno Los Doce Césares? De entre los doce, ¿recordará la estampa abominable de aquel Cayo Calígula emperador (201-244), el de los tantísimos crímenes? Conocerá, entonces, la existencia de aquel que pasó a la historia como uno de los cónsules consentidos del degradado y degradante emperador. Sí, por supuesto: Incitatus. Releo el episodio y experimento verguenza por el pueblo romano, tan agachón, masoquista y fanático, que aun fue capaz de aclamar al dicho Incitatus, y honrarlo, aturdirlo a vítores y fanfarrias y exaltarlo como benemérito prócer de la comunidad. La Roma imperial…
¿Por qué mi extrañeza, si los romanos así acostumbraban aquerenciarse con sus tiranos, fueran ilustres como Marco Aurelio o de la calaña del propio Calígula? ¿Que por qué escandalizarme por la adoración que el pueblo romano le profesó al tal Incitatus, cónsul de Roma? Casi por nada: Incitatus era un caballo. Un cuaco. Un penco, y si Calígula lo hizo cónsul no fue a modo de recompensa por las carreras que hubiese ganado ni porque fuera garañón de tamaños. No, Calígula confirió al bruto la dignidad de cónsul porque aborrecía al noble y digno pueblo romano, y porque ese noble pueblo era bueno, pero bueno de agachón, y ya lo canta el proverbio: el bueno pica a pelo de pubis, consulten su diccionario. La imposición de Incitatus en el consulado se entiende por la vía del desprecio, la befa, el escarnio:
“Quisiera que el pueblo tuviese una sola cabeza, y de un tajo cortársela».
Aunque, pensándolo bien, no debería extrañarme: qué desafueros no podrían perpetrarse en un Imperio en plena decadencia como el de Roma, con un populacho degenerado hasta el grado de terminar de agachón y falto de todo decoro, de toda altivez como pueblo que alguna vez estuvo a la altura de la epopeya. ¿Los magistrados y colegas del penco, pencos más que él? Ellos, condición lacayuna, a aplaudir el nombramiento del bruto como a su hora los muy brutos y convenencieros habían aplaudido masacres, devaluaciones de la moneda y excesivos impuestos al noble pueblo romano, cuyas muestras de adhesión a su nuevo cónsul fueron delirantes, multitudinarias. Por cuanto a Calígula:
Un fiero ataque de rebeldía inútil y de rabia impotente me forzó a hablar con ustedes de Incitatus, el cónsul, y del noble pueblo romano, tan alcahuete como agachón y perito en reniegos inútiles. Al abrir el matutino, aquel chicotazo: ¡los desfalcos de Granier! ¡Los de Humberto Moreira! ¡Las corruptelas de César Nava, los saqueos de Romero Deschamps y familia, de los Salinas y Fox, de los Montiel y Bribiesca, los Sahagunes y demás sinverguenzas del ejercicio politiquero! Y yo digo, mis valedores:
PEMEX, Coahuila y demás. ¿A Tabasco no le hubiese convenido Incitatus en lugar del priísta Granier? ¿Y al país? Es México. (Nuestro país.)