Humanísimo

Es otoño. Estoy solo. Pienso en ti. Caen las hojas – Vaga la  melodía de una pena que ignoro – El viento que estremece marchitadas congojas – pasa como un recuerdo por el bosque sonoro…

La soledad, mis valedores, esa segunda naturaleza de algunos desdichados (yo, tú, él, nosotros) que en los días, las madrugadas de un mes como el presente se emponzoñó y tornó virulenta para algunos infelices que mal sobrevivimos en el tuétano de la soledad: el fuereño recién arrancado de su remoto hogar que en su cuarto de azotea se cimbra a los ramalazos de la  nostalgia; el viajero memorioso en su cuarto de hotel; en el asilo los viejos redrojillos humanos y en su confinamiento los enfermos de su razón. Ah, el recluso en su celda y en su  inhóspito lecho el viudo reciente de la que se le murió o el viudo de la que no se ha muerto, sé lo que digo. Ah, en su noche que no cesa ese enfermo desahuciado que aguarda el momento decisivo de enfrentar la Gran Interrogante. “Y mide mi corazón la noche”, se duele Job. Los solitarios. Yo, tú, él…

Y qué a la medida de un ánimo todavía a estas horas apachurrado me llega Mateo el evangelista, y no precisamente el que remata su evangelio con la promesa del Ungido que parece dirigida a los abandonados (yo, tú, etc.): “Y he aquí que yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo”. No, sino el Mateo del relato literario de Rojas González que se inicia así:

«Agazapados detrás de los párpados bolsudos, sus ojillos veían al cliente con mansedumbre”. Fue en la plaza de La Corregidora, en el Centro Histórico, donde el escribano público, tras de su vetusta Oliver, sobrevivía de redactar la misiva que el cliente le requería. Hasta su mesa de trabajo iba a recalar aquella incesante avalancha de penas y angustias, soledades o súplicas de amor que Mateo el solitario, solo y su alma en este mundo, y macerado de años, regaños, engaños y desengaños, a lo amoroso volcaba en la hoja de papel regaños. “Quiero una carta para Hilario Guerra”, la viejecilla, trémula voz. “Señor Hilario Guerra”. “No, no es un señor. Es mi hijo, y está en la peni…” Drama humanísimo; Mateo, espíritu sensible, a sacar el paliacate…

En la diaria jornada de labor y a falta de vida propia,  el solitario vivía la vida de todos sus clientes con cada pena y angustia, con cada alegría que cada uno vaciaba frente a la mesilla de trabajo. “Dígale lo que sufro por no poderlo abrazar. Que si le echan una sentencia muy larga no lo volveré a ver…” Con los sollozos de la vieja, el paliacate fingía secar el sudor. Y aquella carraspera de Mateo el evangelista… (¿No los estaré aburriendo? Sigo, pues.)

Ah, pero no fueran requerimientos de amor, porque entonces (“Señorita, desde el primer momento que la vi…” “Caballero, su cartita me sorprendió gratamente”) la Oliver aderezaba la misiva con toda suerte de firuletes y ringorrangos retóricos. Era así como Mateo vivía mil vidas ajenas con tan sólo soltarle amarras al corazón, y cada telilla del sentimiento vibraba cuando ahí, frente a mesa de trabajo, la del embarazo a trasmano solicita perdón, o ante el dramatismo del hijo pródigo, ese muchachejo empalidecido por la anemia, el abandono, el remordimiento: “Querido padre: imploro su perdón y el de la madrecita. Quiero volver con ustedes…”

Y llegó la fecha funesta para Mateo el evangelista. Fue la tarde en que el pobre escribano vivía su propia vida, y la examinaba, y la encontró  tan vacía de sentido como colmada de abandono, de vacío, de soledad.

Su suerte, el lunes. (Vale.)

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