La hermana incómoda

No me refiero a Luisa María, esa arribista Cocoa a la que el beato del Verbo Encarnado, haiga sido como haiga sido,  intentó encaramar en el gobierno de Michoacán, y que al fracasar en su intento le depositó sus dos reales uno de los escaños del Senado. No la Cocoa en esta ocasión. Que los muertos entierren a sus muertos. Mis valedores:
Hoy voy a referirme a la hermana de otro desmesurado a la que le dio un poder que ella no merecía, que la tornó cacica de radio, cine y televisión, y a la que permitió, para que alzara su residencia, pegar una tarascada al pasto de Chapultepec. Y es que la susodicha, tal como López Portillo, su hermano, se escudó en el PRI para enriquecerse y robar a lo delirante e impune.  Hoy la traigo a colación porque una vez más algún aprovechado intentó la desmesura de cercenarle al bosque un pedazo para residencia particular, desaguisado que a diferencia de lo ocurrido con JLP evitó el gobierno de la ciudad capital. Hoy recuerdo a la Margarita que se deshojó hace seis años.
Se fue, según sus propios  merecimientos, a lo subrepticio, sin hacer ruido y sin que a nadie, o casi nadie, importara su desaparición, cuando en  vida tanta estridencia provocó durante sus seis años de gloria efímera, los del gobierno de un megalómano experto en las artes de un nepotismo productivo e impune que cuando candidato del Tricolor a la presidencia del país clamaba, el muy demagogo:
¡Arrojen del PRI a los pillos! ¡El Partido no es cueva de ladrones! ¡Denúncienlos, porque el PRI no es pantalla de pillos! ¡Las causas del PRI no son ni los prófugos ni los aprovechados! ¡No a los que sólo se escudan en el Partido del pueblo para enriquecerse y robar impunemente!
La balandronada del Tartufo encierra su muy buena moraleja, ¿pero cuál? Ah, México.
Por cuanto a las depredaciones que perpetró al arrimo del tal hermano, Margarita se nos escapó (a mí, a ustedes, a la justicia), logró huir sin pagar su deuda porque vivió atejonada tras unas instancias justicieras alcahuetas. La desmesurada alcanzó una muerte oportuna, tan inoportuna. Falleció lo que de ella quedaba, con tanto que nos quedó a deber. Que los muertos…
Yo conocí a Margarita. La visité en su casa de medio pelo en la Colonia del Valle, no lejos de Radio UNAM. En su compañía bebí la infusión de manzanilla que me ofertaba. Modestas las tres,  clase media baja las tres: la infusión, la casa, la Margarita. Pero cosas veredes que farán retumbar la tierra, que dijo el iluminado inmortal…
La conocí en 1968. Era y no más, por aquellos días, una señora de clase media, de mediano pasar. La conocí por culpa de un cierto relato mío que se publicó en la revista Rehilete, de la que ella formaba parte en el consejo editorial. Entonces, y en calidad de entrevistadora, la susodicha me entregó un cuestionario que parecía redactado por un beato del Verbo Encarnado, que se publicaría al final de mi contribución literaria. En vez de la entrevista apareció el texto siguiente:
“Margarita a Tomás Mojarro. A la presentación de un cuestionario extenso, qué opina de la tentación, qué pecado no tolera en el prójimo, cuál es su concepto del pecado, etcétera, que quiere escritor una respuesta festiva, grave, sincera en ambos casos, tal vez, y coherente con el contexto general de este número, a que el propio escritor ha contribuido a dar cuerpo, Tomás Mojarro se entera del mismo cuestionario y responde en forma escueta que, habiendo leído todas las preguntas, se rehúsa a contestarlas”. Sin más.» (Sigo mañana.)

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