(Mi recordación anual de La Descarnada.)
Me gustaría vivir siempre, siempre (…) – Porque como iba diciendo y lo repito: – ¡Tanta vida y jamás! – Tantos años, ¡y siempre, muchos siempre, siempre, siempre!
Porque se impone hablar de la muerte; tenerla presente por una razón vital: vivos estamos, y por esta sola condición es la muerte nuestra desembocadura natural. La edad no importa ni el estado de salud. Nada importa nada frente a la muerte, esa que nos será siempre espantable, y prematura siempre, no importa a qué edad sobrevenga, y lo provechoso: si tenemos presente que nuestro destino es morir, más habremos de apreciar este nuestro tiempo de vida. Porque mientras nosotros somos, ella no es, y cuando ella es, nosotros ya no somos, dice el filósofo. Y qué tiempo mejor para recordar a la muerte, la propia y particular, que estos días cenicientos de noviembre. Memento homo…
Cuando yaces agonizante no mueres sólo de enfermedad. Mueres de toda tu vida. Aprende a morir y vivirás. Nadie aprenderá a vivir si no ha aprendido a morir. Si no sabes, no te preocupes: la naturaleza te dará todas las instrucciones sobre el asunto.
A recordar a nuestros difuntos; a detener el tanto de un suspirillo nuestra desaforada carrera rumbo a ninguna parte y meditar en la única certidumbre que tenemos en esta vida: la muerte. Porque en verdad les digo: para morir sólo se necesita estar vivo, y sólo está vivo quien sabe que habrá de morir, y créanme: es más tarde de lo que suponemos; de lo que desearíamos tantos…
Y no quiero morir. No quisiera morir: – amo la vida porque está colmada de poesía – y de crímenes, y de odio, y rabia y lágrimas…
No; ni el poeta ni nosotros, sobre todo quienes ya dejamos atrás el Mar de las Tempestades y doblamos el Cabo de Buena Esperanza. Pues no, Pero habrá que morir. Hay que morirse: – hay que irse muriendo a piedra y lodo. – A soledad, a gritos, a poemas: – hay que morirse. Nada más. A secas.
Sabines: Mi madre me contó que yo lloré en su vientre. – A ella le dijeron: tendrá suerte. – Alguien me habló todos los días de mi vida – al oído, despacio, lentamente. – Me dijo: ¡vive, vive, vive! – Era la muerte.
La melancólica voz de Nezahualcóyotl: ¿Acaso se vive con la raíz en la tierra? – No para siempre en la tierra: sólo un poco aquí. – Aunque sea de jade se quiebra, aunque sea de oro se quiebra – aunque sea plumaje de quetzal se desgarra. – No para siempre en la tierra: sólo un poco aquí».
Y algo que desde los tiempos sin memoria obsesionan al hombre: ¿qué es la muerte? ¿Cuál es el misterio sin fondo de la muerte? ¿Cuál? Sabiduría quintaesenciada, la literatura oriental:
“Desearíais saber el secreto de la muerte, pero, ¿cómo saberlo si no buscáis en el corazón de la vida? Si en realidad queréis conocer el espíritu de la muerte, abrid bien vuestro corazón al cuerpo de la vida. Porque la vida y la muerte son uno, como lo son el río y el mar».
Pero fuera tristuras, arriba corazones, estos que anidan vivos dentro del pecho, que lo jura el Popol Vuh: Nosotros somos los vengadores de la muerte. Nuestra estirpe no se extinguirá mientras haya luz en el lucero de la mañana.
Porque muerte y lucero están ahí nomás, tras lomita, vivir; pero vivir a cabalidad, con todos los sentidos vivos todavía; vivir hasta atragantarnos, cada día y en el cogollo de cada minuto. Hoy nada más. Por siempre hoy, por más que el siempre sea un invento del humano para sus dioses, no para simples humanos. Vivir la vida. Porque habrá que morir. (Memento mori.)