La galería de monstruos paridos en las regiones del mito, mis valedores: El hombre lobo, Franskenstein, Drácula y tantos engendros más que por vía de ejemplo y por que nos miremos y reconozcamos en ese espejo nos apronta el fabulador. R.L. Stevenson imaginó una de esas criaturas de la noche en El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde.
¿Conocen ustedes la novela? Sí, la del médico aquel, hombre bueno, que logra crear una pócima con la que se convierte en un terrífico Mr. Hyde que al arropo de las sombras, la niebla y los callejones umbríos, se arroja a perpetrar crímenes abominables. La pócima había anulado la personalidad del honrado facultativo y desató al tenebroso Mr. Hyde.
Allá va el criminal, calle adelante bajo las nieblas nocturnas, a saciar sus instintos de muerte y devastación. A los clarores del alba regresará al hogar entre sofocos y arrepentimientos tardíos. Un exhausto Dr. Jeckyll va a comprobar, aterrado, que el monstruo surge a voluntad y que él no cuenta con el antídoto. (A la certeza de que iba siendo dominado por el «yo» criminal, el infeliz se decide.)
¿La simbología? Obvia. En todos nosotros conviven en pugna dos hemisferios: el del buen doctor Jekyll y el del tenebroso Mr. Hyde. De cada uno depende estimular los naturales instintos hacia el bien o hacia su contraparte. Porque ningún humano nació bueno, ni malos algunos más. Es dentro de cada individuo donde se incuban instintos, deseos, pasiones y sentimientos. Aquí, con un parche que lo afea, como que es de mi propia invención, va un retazo de la carta en la que confiesa su doble personalidad y su doble vida a un tal Mr. Utterson, que se había arriesgado a seguir siendo amigo del criminal:
“Cuando ingerí aquella pócima fui presa de terribles tormentos y un horror de espíritu atroces. Luego me fui recobrando y un impulso macabro me forzó a declarar mi guerra particular contra los habitantes de la noche. Los placeres que busqué fueron criminales y muy pronto derivaron hacia lo monstruoso. Cuando regresaba de mis excursiones me hundía en el asombro ante mi propia depravación. Yo, en mi personalidad de Mr. Hyde, era maligno y era depravado; con bestial avidez libaba el placer de cualquier grado de tortura que infería a mi víctima. Después volvía a mi apariencia mansurrona. Volvía a ser el Dr. Jekyll…
Y el final de la historia: una noche, a deshoras, Mr. Utterson recibió aquel escrito que alguien le deslizó por debajo de la puerta. Leyó:
«Huyo, no tengo otra opción. En este momento de lucidez compruebo que no quepo en Londres, en Inglaterra, en el mundo. ¿Dónde aceptarían de vecino a un Mr. Hyde que ha convertido el país en un cementerio y en fantasmas pueblos enteros de donde unos aterrorizados vecinos huyen de mi perversidad? De allá, afuera, me llegan llantos, clamores, alaridos de madres huérfanos de sus hijos y de hijos que por mi perversidad han quedado desvalidos. Esta madrugada, manos y ropas militares tintas en sangre, supe que mi carrera delictiva tiene que llegar a su fin. Mi cauda de sangre termina, amigo Utterson. Me he tomado la pócima de todo un porrón y me dispongo a destruir a mi víctima postrara: yo».
Y una firma casi ilegible, como estampada con mano siniestra y bajo un estado de agitación extrema, de extrema intoxicación, Y ya. ¿Y ya? ¿Eso fue todo? ¿Para Londres y el resto del mundo no hubo justicia? ¿No existirá a partir del 1o. del próximo diciembre? ¿Será este el último Mr. Hyde, o el mundo tendrá que sufrir uno más?
(Tétrico.)