Del Michoacán conflictivo, mis valedores. Ayer la violencia extrema se ubicaba en Paracho y Apatzingán. Hoy se asienta en Turicato, con esa postema religiosa que nombran la Nueva Jerusalén, hasta donde no alcanzan a entrar ni el Estado ni la instrucción escolar, mientras que la guerra de Calderón ha convertido aquel rumbo, como el resto del territorio, en un cementerio descomunal. Siniestro.
Michoacán. Ayer, atizada por la sotana y la capa pluvial, la Cristera incendió regiones del Bajío y anexas. Anteayer, en un remoto 1875, casullas y sobrepellices prendieron lumbradas en Paracho y Apatzingán, donde actuó como cronista un hombre de genio: José Martí, por aquel entonces habitante de nuestro país. Para que no se nos muera la memoria histórica:
«Una campaña alimentada por el fuego voraz del despecho y de los odios arma las manos de los malvados con la absolución de todos los crímenes ejercidos aun contra mujeres. (…) Que no tengan en su camino estos hombres malvados tiempo de ejercer su crueldad, espacio para incendiar poblaciones, días para asentar la victoria de la religión, matando hombres, saciando infamias e incendiando pueblos para mayor prez y honra de Dios.
¿No se averguenzan los católicos mexicanos de acudir para defenderse a estos bandidos prófugos de cárceles, a estos hombres capaces de toda vileza, a los que no cometen un solo acto que no pueda condenarse con arreglo a la ley común? ¿Qué Dios villano es ese que estupra mujeres e incendia pueblos? ¿No sienten repugnancia de sí mismos los que a tales medios ‘religiosos’ acuden para saciar sus pasiones y su criminal ‘piedad religiosa’? ¿Qué, el silencio ante los crímenes puede ser arma honradas en provecho propio? ¿Qué, a un hombre honrado le es dado aprovecharse de los crímenes ajenos, protegerlos, alimentarlos, absolverlos, fundar en ellos una esperanza vergonzosa; esos que no tienen ya valor de defender sus doctrinas por sí mismos?
Pero hablen los periódicos católicos; tenga un de ellos la imprudencia de proteger a esa malvada rebelión, prohíje a estos hombres, vindique sus actos; aplauda estos incendios; predique esta guerra. ¿Qué hacen los periódicos católicos? Lo que hacen en todos los tiempos; vestirse con el manto de la piedad; bajar a tierra estos ojos humanos que se han hecho para mirar de frente a todo; disimular bajo sus vestiduras negras las iracundas palpitaciones de su corazón, y ocultar con la sombra de sus hábitos la sonrisa que, ante los malvados que desolan una comarca fertilísima, se dibuja con regocijo en sus labios contraídos por la satisfacción y silenciosos. No basta el hábito; se ve la sonrisa; las llamas del incendio de Apatzingán les ilumina claramente el rostro.
¿Y es posible combatir con miramientos a enemigos incendiarios y a absolvedores de crímenes, invulnerables en el estado político que les concede el sistema de libertad que atacan, tan leal y tan generoso que los atrae a sus seno y permite que en él se agiten para morderlo y devorarlo?
No puede combatirse con respeto a los que por encima de todo respeto saltan y rompen; no puede verse en calma la instigación impune de una guerra de incendio y bandidaje; no pueden tenerse miramientos constitucionales para los que anidan en el seno de la Constitución con ánimo de herirla y devorarla.
Paracho saqueado y quemado Apatzingán. Pongan los siervos católicos un puñado de sus cenizas al lado de cada una de las custodias de sus dioses».
Y Turicato esta vez. Y ahora la Nueva Jerusalén. (Dios…)