Loco amor

Aquí sigue la crónica de la extraña locura que atacó a la tía Gabriela, pariente mía lejana. Y lo que es el imperativo de la soledad, la fuerza de las ensoñaciones, el espíritu aventurero de algunos. De la tía Gabriela, pongamos por caso, a la que atacó súbita locura de amor por el mar, las gaviotas, los marineros. La enamorada anocheció en  tierra adentro, tierra zacatecana, y fue a amanecer a la orilla del mar.
De puerto en puerto, de ahí en adelante: Tuxpan, Salina Cruz, Manzanillo, algún Champotón, algún ignoto Puerto Peñasco. Y entonces a marinar, en la mejor de sus acepciones. La tía Gabriela, novelera velera de vela y timón…
Un hombre de mar, danés, fue el gran amor de aquella de la fantasía encandilada. Con aquél de nombre impronunciable anduvo los siete mares y algunos más, y con él dilapidó media fortuna por la fortuna de dilapidarla con él. Pero ya de vuelta al hogar, todavía paciente impaciente de aquel sufriente amor, malaventurado, la tía mostraba que había quedado para siempre dañada del mar y sus marineros.
Entonces de los peñascales de mi Zacatecas se volvió a desaparecer, y en mucho tiempo de la tía Gabriela no volvimos a saber ni su rastro.
Y es que la malquerida, buscando de puerto en puerto al danés de impronunciable nombre  (que ella repetía en sueños) pasó de Tuxpan a Veracruz, y de ahí a Coatzacoalcos y Salina Cruz, buscando durante doce, quince años, al perdido amor. Y vaciando en los mares el resto de su fortuna.
– Tú sí me entiendes, ¿verdad? Siento que tú me comprendes porque estás chiflado como yo, pobrecillo niño viejo. ¿O viejo niño, tal vez? ¿Qué edad tienes? ¿No sientes que tú y yo andamos viviendo de más en un mundo ajeno? Como que habitamos en vidas hurtadas a sus legítimos dueños, ¿no lo percibes a medias de una tarde de domingo? Ay, que lo dijo el poeta: tanta vida y jamás. Tú sí me entiendes, ¿verdad que tú sí me entiendes?
Las zarcas pupilas se le rasaron. Una gota exprimida del ánima se deslizó mejilla abajo. En un pecho que fue de cimas y era de simas, el suspirar. Yo, el deseo de salir de aquel sitio, de huir, de recomponer la figura, que se me desencuadernaba. Porque yo digo, mis valedores, ¿habrá dolencias más pegadizas que locura y tristuras? Dios, yo con estos mostachos y haciendo pucheros…
– Tú sí entiendes que yo, buena amante del mar, nunca iba a poder vivir en nuestro Zacatecas, ¿verdad? Demasiada tierra, demasiados peñascos. ¿Sabes, hijo? En ciertas noches de fantasías en brama hasta mi duermevela arribaba el barco aquel cargado de marineros, y atracaba en un puerto en penumbra, y mi amor danés bajaba la escalerilla al encuentro de mis brazos, y me subía a bordo, y esto era pasarnos la infinita noche tocando puertos de nombres exóticos y atracar en muelles fantasmales,  y en barrios penumbrosos acompañar a mi danés entre rones y negras de pechos empitonados que llevan pelambre color azafrán. Lástima, todo en mis sueños. Y escucha, porque tú, chiflado también,  sí me entiendes: duelen los sueños más que la realidad porque son mucho más crueles, que ellos no se prestan a la ilusión, como la realidad. ¿Oyes allá, lejos? Como trenes que se despiden, ¿Estás oyendo?
Y suspiraba, su vista fija en el muro. La vi perderse, desasirse de mi, fuera del mundo. Más dentro de el. En sus entresijos…
Me removí en la banca, y la tía Gabriela regresó al rincón sombroso de una casa de salud en una ciudad de locos pacíficos en cautiverio y peligrosísimos cuerdos en libertad.
(Vuelvo mañana.)

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