Aquí el final de la pesadilla del bunker arropado en los pinos. Porque, a querer o no, es el final. Con sólo resistir de aquí a diciembre, total…
En su pesadilla el chaparrín convocó al Verbo Encarnado. No él, sino el perito en desprecios y aborrecimientos se le apareció en sueños, que el del bunker no mereció más. «Vámonos, toma mi mano».
«¿A dónde me lleva, Díaz Hordas?»
“A agasajarte con lo que por falta de méritos no has conocido.Toma mi mano”.
«Se resbala, señor. ¿Se la untó con aceite de cocina? Huelen a…»
El durmiente se remueve. Una babilla le escurre por las jetas. (Hasta el bunker, como gritos de parturienta, un aullar de sirenas de ambulancia en contrapunto con las sirenas de los vehículos policiales. En los bandazos del viento, tufos de sangre. Fresca, recién derramada.)
“Vamos a donde escuches el son deleitoso de los aplausos, las aclamaciones. Levántate”.
El durmiente se remueve. Una babilla le escurre por unos labios de este grosor. “Usted bromea. ¿Aplausos a mí? ¿Aclamaciones a mi persona? Tendría que escucharlos en una grabación, detrás de vallas de acero y de una muralla de lomos y nalgas verde olivo que me traen de huelegases”.
Pero, mis valedores, ahí fue. En sueños, el malquerido fue transportado por el Mefistófeles cimarrón a través del éter hasta la ceja de alguna barranca umbría repechada entre roquedales. Ahí Fausto y su Mefistófeles de masquiña hicieron pie. “Los lugareños la nombran Barranca del Eco. Es aquí donde yo, en vida –vida es un decir-, después del destazadero venía a consolarme solito. Masturbación mental. Pon atención”.
Y acercándose al filo de la barranca, el aborrecido de Tlatelolco toma aire y se echa a aplaudir mientras grita a todo vuelo de voz: “¡Vivaa Díaz Hordaas!”
La Barranca del Eco, entre lúgubres desgarramientos: “¡Ívaa-Íaz-ordaas!” Y aquellos aplausos, ecos de aplausos, ecos de ecos. “¿Ves qué fácil? Anda, hazte ovacionar de gratis. Una vez en tu vida date el agasajo».
Y sí, dicho y hecho. A la tentación de las ovaciones y en la medianía de la pesadilla (el manchón en la almohada; babilla verdinegra, espesa), el despreciado del bunker se acerca a la ceja de la barranca, enarca la ceja zurda, se suelta aplaudiendo que hagan de cuenta que llegó Obama, y se pone a ulular, voz, estridente: “¡Amigas, amigos, viva el presidente del empleo!»
Y aquel batir de las palmas. Se frena. Aguza la oreja. Nada. «¡Viva el presidente abstemiooo!»
La Barranca del Eco, silencio. ¿Huraña, hostil, caprichosa?
“¡Viva el presidente que cumplió todas sus promesas de campañaaa!»
Como asqueada ante la tufarada de mal aliento, la barranca reprime sus ecos.
“(Ni esto mereces», piensa Díaz Hordas.) «Anda, inténtalo otra vez. ¡Pero con huevos!”
Traga aire. Desconfiadón: “¡Viva el presidente de los pobresss!” Y sí esta vez. Al grito del chaparrín el mundo mineral (peña viva, peñascales) le arroja, a pulmón de roca, el bofetón en la cara: “¡Vivan-los-muertos-que-cargas-en-la concienciaaa!»
Y qué claridad, cuánta contundencia. A la desesperada, contra el roquedal su aliento corrompido: “¡Viva el presidente que combate la corrupciónnn!» El roquedal: “Viva-tu camposanto-particular-de-60- mil-muertosss!»
Díaz Hordas observa de reojo al chaparrín. (Y luego dicen que el matancero fui yo). Reprime el asco. «Inténtalo otra vez».
«¡Viva el presidente que defendió la soberanía nacionaal!»
Y fue entonces. La Barranca del Eco: «¿Quieres-aplausos? Anda-a-que-te aplaudan-tus-víctimas, matancero-de-miércoles!»
Era jueves. (En fin.)