Las yeguas de la noche

Tal nombra el idioma inglés, frase expresiva, las desbocadas pesadillas que atropellan a los de conciencia en rescoldo. Al protagonista de la fabulilla, sin ir más lejos.

Es noche cerrada en cierta ciudad de embeleco a la hora en que se inicia el horror. Bajo la negritud del firmamento el caserío se tiende como arpillera en el pellejo de un valle parduzco. Aquí la zona residencial, minúscula pero ostentosa, que habitan los del negocio de la  política y la política del negocio.  A prudente distancia, el barrio de las clases medias y las medias bajas o de plano ya sin medias (chicotazos de la crisis). Allá, en la entrepierna del yermo y la agrura del basural, donde no enchinchen, los arrabales del pobrerío. Vean, apiñadas aquí y allá desparramadas, las villas miseria y las favelas, los muladares y las barriadas que evacua nuestro mundo democrático neoliberal. Allá, muy arriba, un firmamento grifo de luceros. Presidiéndolo todo, fría, hermosa y distante como tú, mujer, la luna.

Silencio. La ciudad duerme el sueño de los justos; de los justos que no padezcan de insomnio. Pues sí, pero no, que hay de sueños a sueños. Encuevado en el pétreo corazón del bosquecillo de pinos se alza ese bunker monumental, y atejonado en el bunker del bunker se rebulle en sueños un pequeño individuo, se agita bañado en sudor, zarandeado a cuartazos de pesadillas. Entre fruncimientos de ceño,  los labios del hombre farfullan retazos de sílabas y agargajados estertores que lo estremecen, le humedecen el rostro y lo fuerzan a arquear hasta el máximo la ceja derecha. Macabrón.

¿La causa de que las yeguas de la noche pataleen al durmiente? Los espectros de más de 60 mil cadáveres con su cauda de luto, dolor y lágrimas, al tiempo que una desbozalada corrupción embija de lodo biológico un canceroso gobierno que enriquece a unos pocos  y empobrece a los más, cuya exasperación hace brotar salpullido de focos rojos en el rostro de la ciudad, que la mantienen al filo del estallido. Cuidado; mucho cuidado.

El durmiente se sabe aborrecido por todos. ¡Hasta por sus enemigos! Y sí, todos lo detestan, y con razón, que sólo aborrecimiento se ha logrado granjear, y es así como odio, desprecio, desencanto y rencor repercuten en los sueños nocturnos del chaparrín del bunker. Y esta noche carga encima toda la repulsa, todo el rencor de un fregadaje al que sañudamente ha castigado hasta el límite. ¡Y es entonces! En la pesadilla, la tronante voz del Angel de la muerte:

“¡Alto, impostor! ¡Alto a tu impericia e insensibilidad social! Tú, aprendiz de brujo político, cuida de no continuar despertando la mala voluntad de tus víctimas. Mira que no todo el tiempo has de tener el apoyo de tu vecino imperial. ¡Duerme con un ojo abierto (de la cara)!”

Rebulléndose, el chaparrín intenta conjurar la visión. “Juan Pablo II, ven en auxilio de tu siervo, este   beato del Verbo Encarnado”.

Espada flamígera, el Angel: “Periodistas alquilones te alaban. De carismático no te bajan. Y tú, insensato, que te la crees. ¿No ves que al tanto más cuanto te queman incienso?”

“Santo señor Dios de los ejércitos, incluyendo a mis guaruras presidenciales,  mira que por quedar bien contigo un Estado laico lo he vuelto beato. Manda en mi auxilio a alguno de tus ángeles, a algún querubín. Mándamelo, Señor, ¡mándame al espíritu que yo merezca a tus ojos!”

«¡El que mereces te envío!»

Y horror, que en lo profundo de un hondón de vivas llamas ahí el perito en odios: que merece el actual:  «¡Díaz Hordas». (Mañana.)

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *