Nueve de mayo. Noche cerrada. De milagro alcancé el metro Indios Verdes en su corrida final. Acunado en mi asiento me deleitaba a la idea de tenderme en la cama y morirme unas horas. Bostecé, desplegué el vespertino. “Este año generación suficiente de empleos», el de Los Pinos. Qué bien. Música para mis oídos. Me adormecí. Y aquella música. De cámara. Barroca. ¿Una romanza medieval? Hice un esfuerzo y fugándome del sueño los entreabrí. No, no era música producida por el optimismo oficial ante el empleo floreciente, sino por esos músicos ambulantes. ¡Y ejecutaban aquella dulce balada de la Europa medieval! Me espabilé.
¿El por qué de mi asombro? Por la metamorfosis que se puede advertir en el arte musical dentro del metro. En anteriores sexenios, el viejo resquebrajado con una ciega guitarra, o al revés, voz de gargajo: “Gabino Barrera – no entendía razones – andando en la…” Sexenios más tarde, el desempleado, haciendo de tripas acordeón: “Ay, quiéreme – porque ya logré ponerte…” Sexenios después (la necesidad), dos estudiantes, flauta y guitarra: “El cóndor pasa”. Y después el trío, el cuarteto. Hoy, con el presidente del empleo, todo un conjunto de cámara, con director, ejecutantes e instrumentos de época. Hasta parecen del Conservatorio, pensé, y al de la batuta. “¿Pueden ejecutar algo de Bach?” El del violín, arete en la oreja: “No le haga caso al bigotón, maestro, que hasta con la batuta puede perder. Mire, la gente se baja sin cooperar”.
– Y en pleno vagón del metro utilizan violín y clarinete.
– Clarinete el que nos dio Feli-pillo, que nos pintó violín.
– Y ese instrumento antiguo. Hermosa siringa.
– Siringa la que nos vino a acomodar, que al concertista profesional lo botó a botear en el metro. ¿Sabe a dónde vamos en esta medianoche? A una serenata de día de la madre, y tocar para una madre ajena me sabe a madres. Todo por llevarle unos cobres a la madre propia. ¿Qué le parece la madriza que nos acomodó el hijo de su madre?
Ah, pues ya va a amanecer el día del comercio, del festejo inducido y el beso, el abrazo y el regalo en papel celofán. Yo, que no acostumbro festejar a mi madre, cuándo iba a imaginar que hoy, al trascuerno y muy temprano, me la iban a celebrar. «Así que van a una serenata». Vivo de genio, el de la viola da gamba: “¡No le haga plática al bigotón! Ya mero debemos bajarnos, y hay que estar puntuales, acuérdese”.
-Y esa flauta dulce -dije-. Ese corno. Bella rondalla.
– Nosotros no hicimos rondalla con ese hijo de su bandurria que de promesas nos dio mucha flauta dulce, pero de empleo, puro corno. (Ah, las tristuras del desempleo.) Al de la batuta, el del violín: “¡Maestro, todos se nos fueron sin su cooperacha! Ya estamos solos en el vagón y a saber en qué estación andamos. Todo por su plática con el bigotón, maestro”.
¿La estación en que andábamos? El de overol y aceitera en mano nos sacó de la duda: “A ver, no estorbar, que ando midiendo el aceite”.
Me azoré. ¿Y este? ¿Un mecánico? El de la zampoña: “¿Ve, maestro? Ya estamos en el depósito, en el taller del metro. Nos fuimos en blanco porque usted se puso a echar plática con el bigotón. ¿Y ahora cómo nos regresamos a la serenata? ¿Gastar en taxi lo que no recolectamos?”
Válgame. Lo aplaqué: “No importa. ¿Cuántos son ustedes? ¿Once? Aquí tienen”. Puse en sus manos dos pesos con treinta y cinco centavos. “Todo suyo. Se lo reparten como hermanitos”.
Fue entonces, mis valedores: entre todos los músicos, ejecutantes profesionales, muy de madrugada me la festejaron. A Tula, mi madre. (Fin.)