¿Y usted conoce el rosadito?

Conque la Feria Internacional del Caballo, mis valedores. Conque después de tantos ayeres persiste la anual feria con la sede (Texcoco) convertida en la cantina más grande de Iberoamérica. Semejante condición pude comprobarla  hace algunos ayeres, cuando en mala hora se me ocurrió visitarla, y más malo todavía: que conmigo me haya llevado a mi única, y lo peor de lo peor: que con ella cargase también con el Arieluco, ocho años de su edad. Trágico.

Lo trágico se desató en la feria del cuaco de hace unos años, cuando aquella tarde sorprendí al Arieluco a 5 pulgadas del cinescopio. «¿Que qué? ¿Otro débil mental en la familia? ¿No basta conmigo? ¡Rápido, a desenajenarlo!”

A la viva fuerza lo aparté de la choricera de anuncios de sostenes de  diseño moderno que aderezaba una  botana de emputecidas jovencillas que bailoteando presentaban a las cámaras el redondeado volumen de su nalgatorio.“Deja de recibir esa radiactividad y trépate al BMW -al volks. cremita, más propiamente. Vamos a la feria provinciana, mi hijo. Ya verás qué hermosura de espectáculo”. Y mi única “Cálmate, hijo,  ya deja de llorar, que Televisa y TV Azteca no merecen una sola de tus lágrimas. Eso déjalo para los pobres de espíritu que ven sus telenovelas. Tú, a divertirte en el volatín y la rueda de la fortuna”.

A divertirte, dijo. Y allá vamos, a la feria provinciana…

La de Texcoco. Campo y tablas, la clásica lotería de cartones. Cantándolas, el gritón. Y que por abajo está la dama y por arriba está… ¡el catrín! Y que con polvos de guiscachota me querías enhechizar: ¡la muerte! Y que me la han vestido de charro,  y el Ariel: “¡Buena con esa! ¡Gané!” (¿La figura? Imagínenla.)

– Suerte de chamaco -el gritón-. ¿Pues no se acaba de ganar una de a litro con seis cocas seis para campechanear?

– ¡Salva a tu hijo, amor! ( mi Nallieli.) Nos zafamos de la lotería, dejamos al gritón con los brazos extendidos, un racimo de pomos colgándole en cada mano. Rápido, a buscar un juego infantil que no resulte dañino.

– ¡El tiro al blanco, pa!

El feriante le entregó un vetusto mosquetón, y ahí fue el tumbadero de patos, gansos, un burro de buen tamaño y uno que otro viejo güey. El feriante: “Caray con su puntería: doce tiros, nueve blancos. Y usted bigotón, no vaya a malograrle al chamaco su prometedora vocación. Va para Zeta que vuela”.

Y que intenta entregar el premio a su buena puntería: una de a litro, dos damajuanas y otra más de un líquido amarillento, que hagan de cuenta cuando uno lleva sus humanísimas muestras al examen de laboratorio. “Pal desempance va a llevarse este añejo; dos semanas añejado en barricas de ayacahuite legítimo”. Logramos huir.

El juego del dardo y los globos. El feriante: “Te los tronastes, güerejo. Te vas a llevar dos de a litro y una de rosado. ¿Conoces el rosadito?” Como si -culpa de tantos millones de briagos- México no estuviese ya demasiado rosadito. Texcoco.

Y que va a haber palenque (hubo palenque, con pomos, botellas, garrafas, damajuanas de licor, tal vez no todo adulterado), y que corridas de toros (las hubo, con litros y medios litros de alcohol), jaripeos y rodeos (frascos de a litro), juegos mecánicos, circo y gastronomía (cerveza para abrir boca; para cerrarla, cacardiosidad). Y mis valedores:  fue entonces.

En la noche de Texcoco observé a los feriantes: ellas y ellos, adolescentes y jóvenes, deambulando como zombis, muertos vivos, vivos muertos del licor que los mercachifles de la humana degradación les embombillaron, lavativa bucal. (Mañana.)

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