“Emblema de la ciudad”

“Y di a los naturales algunos bonetes colorados y varias cuentas de vidrio que brillaban al sol, y quedáronse maravillados. Yo, a cambio de tan valiosas baratijas, sólo me hice retribuir mil doscientos millones de pesos”.

De la trascendencia hablé con ustedes ayer, y de las obras grandiosas con las que genios, héroes y estadistas han perpetuado su memoria en la historia de la humanidad. El de Los Pinos lo intenta con un engendro grandote, una tenia larga, erecta y ostentosa, tablón erizado de lámparas y fuegos fatuos, inútiles fuegos de artificio, al que enjaretó un alias rimbombante: “Estela de luz”. (De pus, le llaman algunos; del delirante derroche de millones que pagamos ustedes y yo, todos nosotros.)

Lástima que alrededor de 50 mil mexicanos asesinados y algunos 250 mil desaparecidos no puedan venir a asombrarse ante el monumento conmemorativo del gobierno de cierto guerrero que involucró a la sociedad civil  en su guerra particular contra los mafiosos. Las familias enlutadas no tendrán ánimos para admirar esa criatura malparida quince meses después del término natural y tremendamente excedida de pesos: mil millones más de lo programado, que sin tener vela en el parto habremos de  pagar todos nosotros, a querer o no. Y a propósito:

Es así como al modo de Eróstrato, un mediocre pastor de borregos que por lograr la trascendencia quemó una de las siete maravillas del mundo antiguo, el templo de Diana en Efeso, ahora el autor intelectual de ese relumbroso espantajo  logra la anhelada trascendencia, porque ya desde ahora, en la conciencia colectiva, eso alto, flaco, erguido, con escamas de cuarzo importado, se nos quedó como símbolo fehaciente de un sexenio que es el del aturdimiento y la improvisación, del derroche y  la corrupción impune,  del vacío de poder el predominio del hígado sobre las neuronas. Y algo más:

Ayuno de autocrítica, el autor intelectual del engendro nacido a los quince meses de gestación y bautizado a escondidas antes de tiempo, lo nombra   “emblema por el Bicentenario de la Independencia y Centenario de la Revolución. Un verdadero icono de la ciudad”. Ponderado, el Ejecutivo. Mis valedores:

Ya nos tomaron la medida. Ya nos perdieron el respeto. Nos vencen por nuestra propia ignorancia, y por nuestra ignorancia nos convierten en colaboracionistas del Sistema de poder. Es México.

En fin, que en su discurso de inauguración perpetrada,  sé lo que digo,  a lo subrepticio y sólo ante la presencia estoica de sus paniaguados, el de Los Pinos dijo algo que es una verdad tan grande como la cosota que tenía detrás:

– ¡Este es un monumento en el que los mexicanos nos podremos identificar todos!

No acerca del mamotreto, pero sí con esa sentencia de mala sintaxis acertó el de los dicharajos, las caídas del triciclo y la mecha corta. En eso tiene razón, porque todo lo bueno y todo lo malo que ocurre en esta nuestra casa común, de la que somos los propietarios y cuya posesión nos la garantiza el 39 Constitucional, es responsabilidad de nosotros. De la Estela de pus, del monumento al mal gusto y la corrupción impune, de la improvisación y la ineptitud, del vacío de poder y aun de la regazón de cadáveres que ha enlutado el país. ¿Quién tiene la culpa, el dueño de la casa o los servidores que contrató para que le den el necesario servicio? Y el poder de los símbolos: ¿alguno de ustedes habrá descifrado la simbología de cierta novela célebre que tiene ajustada aplicación en la estela y su autor intelectual?

(Del tema hablaré después.)

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