Mart.,23-XI-10.
Intelectual orgánico
T.M.
Ese que vive, y muy bien, enquistado al Sistema de poder. Y hablando del intelectual, mis valedores, ¿conocen ustedes La ley de Herodes? No esa, sino el relato de Ibarguengoitia donde el protagonista narra sus inicios marxistas y su relación con las prebendas que otorga el Poder. La síntesis:
Sarita me ilustró. Antes de conocerla el porvenir de la Humanidad me tenía sin cuidado. Ella me mostró el camino del espíritu, me hizo entender que todos los hombres somos iguales, que el único ideal digno es la lucha de clases y la victoria del proletariado; me hizo leer a Marx y Engels, ¿y todo para qué?”
Muy marxistas él y Sarita, pero como buenos pragmático-utilitaristas, ambos solicitaron una beca para estudiar en los EU. Y a someterse a los exámenes, que pasaron sin dificultad hasta llegar al examen médico. Al día siguiente tendrían que presentarse con sus muestras “del uno y del dos”.
“¡Qué humillación! ¡Esa noche busqué dos frasquitos para guardar aquello! ¡Y la noche en vela esperando el momento oportuno! ¡Y cuando llegó, qué violencia! Cuando estuvo guardada la primer muestra volví a la cama, y muy de mañana me levanté para recoger la segunda. Guardé los frascos en bolsas de papel para evitar que se adivinara su contenido”.
En el lugar de la cita tuvo que esperar a Sarita, que había tenido dificultades en obtener una de las muestras. Ambos llegaron, rostro desencajado, con su envoltorio contra el pecho. Se miraron sin hablar; su dignidad humana era pisoteada, y algo peor: delante de la pareja la recepcionista tomó los envoltorios, los sacó del plástico y exhibiendo su contenido les pegó una etiqueta.
Un nuevo paso en la humillación de los novios marxistas: que un doctor de la Fundación Katz, que otorgaría la beca, hace pasar al consultorio al joven intelectual, y venga el humillante interrogatorio sobre dolencias y contagios: neumonía, paratifoidea, gonorrea; y al cubículo: “Desvístase”.
“Yo obedecí, aunque ya mi corazón me avisaba que algo terrible iba a suceder”. El doctor procedió a revisarle el cráneo, y a meterle un foco por las orejas, y un reflector frente a los ojos, y le oyó el corazón. “Luego tomó las partes más nobles de mi cuerpo y a jalones las extendió como un pergamino, y las examinaba…”
Siguió, implacable, la revisión del marxista, que sudaba. “Tomando algodón, el doctor empezó a envolverse con él dos dedos. ¡Hínquese sobre la mesa!” A gatas.
Tomó un objeto de hule, introdujo en él los dos dedos envueltos en algodón: “Comprendí que había llegado el momento de tomar una decisión: o perder la beca, o perder aquello. Trepé a la mesa, me hinqué, apoyé los codos sobre la mesa, me tapé las orejas, cerré los ojos y apreté las mandíbulas. El doctor comprobó que yo no tenía úlceras en el recto”. “Vístase”.
Salió tambaleándose y en el pasillo encontró a Sarita, pálida. Ya en la calle mirábanse de reojo. Y un remate fatal: entre amigos de la pareja trascendió el secreto de que el marxista se había culimpinado ante el imperialismo yanqui, y se burlaban: “Como el del Verbo Encarnado ante la Iniciativa Mérida y todo lo que en materia de finanzas, política y economía le ordena la Casa Blanca”.
Mis valedores: al terminar la lectura nomás me quedé pensando. ¿Y qué, nomás el marxista se culimpina? ¿Y esos suspirantes, aspirantes a ser “gringos de segunda” que adoptan formas, modos y vocablos clonados del inglés? Todos esos, lo de siempre: a aprontarlo y ponerse flojitos para que no se los lastimen demasiado. (Lástima.)