Certificación policíaca

A propósito de los cuerpos policíacos relato aquí, para todos ustedes cierto incidente casero que me ocurrió hace algún tiempo.

El infausto suceso aconteció cuando mi Nallieli, telilla del corazón, andaba en tierras de su querencia, bebiéndose el agua, las frutas, los aires del Istmo de Tehuantepec. Aquellos huéspedes repugnantes llegaron hasta mi depto. de Cádiz y válgame, se instalaron en él.

Cierta noche andaba yo preparándome un par de tacos en esa cocina limpísima que había dejado Nallieli antes de echarse a los caminos del sur –sureste-, cuando en eso, de repente, ¡tíznale!, ¿y eso? Frente a mis niñas, las de mis ojos, cruzó en frieguiza, sobre la blanca tersura de mi trastero, el de la cocina, aquella a modo de cáscara de palo viejo, que en carrera de vértigo se fue a perder en alguna hendeja del tinajero. Extraño.

Pero no, mera ilusión de óptica, pensé entonces, y a los bayos gordos agregué una raja de piquín, dos rodajas de cebolla y tres barañas de orégano del cerro, y a la boca. Provecho.

Pero ándenle, que las ilusiones de óptica, con patas y barbas de este tamaño, de un día para otro crecieron y multiplicáronse a lo tropical, de modo tal que en cosa de días se posesionaron de mi cocina, qué mortificación. Chinches bichos, pensé entonces. ¿Cómo darían conmigo esas cucarachas? ¿Por qué escogieron esta cocina como su Iraq particular? Medité, me puse a reflexionar, y entonces caí en la cuenta…

El inquilino recién llegado, sí, que con su equipo de sonido monumental y su monumental mal gusto para la música había acarreado consigo, con y en su menaje de casa, las primeras crías. Tal como el conde don Julián, agraviado porque el rey Rodrigo le violara a la hija, La Cava, abrió a la invasión de los moros las puertas de España, así el vecino de marras abrió el edificio de Cádiz a  invasión de las cucarachas. La náusea.

Y así pasaron los días, y las noches llegaron, y así ocurrió que este desdichado, al disponerme a preparar la merienda típica del mexicano bajo el modelo neoliberal, galletas de animalitos con café negro, todo era encender la luz y… ¡llévame la rechintola con la estampida de cucas!

Y nada, que me senté así, miren, en la postura de El Pensador, meditando que tal es mi destino en el mundo, combatir cucarachas de todo tipo, alzada, peso y color. Y a delinear la táctica e iniciar la madre de todas las batallas.

Primero, como acostumbro con cucarachas políticas, periodicazos; pero no, que como con sus congéneres pri-panistas-nuevaizquierderos, con las de mi cocina fracaso total, que el cucarachero resultó inmune al cuarto poder; ya ahora el primero en México, con el duopolio sobrón. Lástima.

Segunda etapa de la estrategia: polvos venenosos. En un principio se los disimulé con queso gruyere; las cucas devoraban el queso y, burla cruel, dejábanme los polvitos. Luego, cuestión de gastos, los polvos los espolvoreé con queso del país. Las cucas, mofa sangrienta, se comían los polvitos y desechaban el queso aborigen, y seguían creciendo, multiplicándose con afán y mandándose hasta la cocina.

Yo, aquel terror a la metástasis, y que recinto de trabajo, habitación y cuarto de servicio los fuesen a tomar de Líbano, Iraq o Afganistán; un terror que se transformó en instinto criminal; de asesino, de genocida, de Bush con injerto de Obama. Al más puro estilo del Pentágono gringo recurrí al de grueso calibre; no al mío, sino al de otro señor, el exterminador de plagas domésticas. Levanté el auricular y… (Sigo mañana.)

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