Un diestro siniestro

Desprecio a los toreadores, que así arriesgan lo más valioso del hombre, su propia vida. (Saint-Exupery.)

“Toreadores” del empaque de Lorenzo Garza, mis valedores. Cuentan los viejos taurófilos que en cuanto figura de la tauromaquia el regiomontano fue siempre un diestro extremoso, y que del ruedo tenía que salir a hombros de la fanaticada o a hombros de unos gendarmes que lo iban a descargar en la  delegación policíaca, ya sea que hubiese redondeado una faena de escándalo o por achaques de un temperamento rijoso hubiera alzado la escandalera por sus pleitos verbales con el respetable. Lorenzo Garza.

Los “toreadores”. Ah, ese ritual de la seda, la sangre y el sol. Ah, ceremonia ancestral cuyas raíces se rastrean en la mismísima Creta de Minos, con la reina Pasifae ayuntada con soberbio astado de pelaje blanco, nupcias nefandas de las que nació el Minotauro. La fiesta del toro es festividad y es historia, tradición y sustancia en la España de los Cagancho, Manolete y Belmonte. Yo detesto la tal tradición, como abomino de todas las que implican violencia y desdén por la vida, en este caso sea la del toro o la del figurín pinturero que con traje de colorines se le planta enfrente, casi siempre por el negocio del tanto más cuanto, que ya tiene sintetizada la justificación:

“Más cornadas da el hambre”. (“Más cornadas da el hombre”, de su marido me dijo  mi acompañante. Quedo, al oído.)

Pues sí, pero en aquella ocasión mi renuencia a la exhibición de barbarie me la lidió aquella sota moza amante de toreros  y  toros, de tientas y tentaderos, a la que tuve que acompañar.  “Tengo dos boletos de sol. Torea uno que haz de cuenta Lorenzo el Magnífico”. Y allá vamos. La crónica.

Las cinco en punto en la “México”. El pregón clarinero desfloró los aires, y abrióse  la de cuadrillas, y salió el alguacilillo, y  al desgranar de los sevillanos arpegios arrancó el paseíllo, y válgame, lo que vieron mis ojos: ahí la esperpéntica estampa del diestro (ni a diestro llegaba; era zurdo): qué planta de chaparrón ayuno de todo carisma, figurilla cuya alternativa la tomó al trascuerno. Mírenlo (terno blanquiazul que le queda guango por todas partes): desde el primer tercio del ruedo se deja venir partiendo plaza que hasta parece la pura verdad. Miren cómo intenta un garbo inexistente y el salero del resalao sin más recurso que alacranar una ceja, pobrín. Pero vaya que el tal está resalao, y tanto que sala todo lo que tienta. ¿Ave? Cuervo de las tempestades.

Detrás del diestro (del siniestro, que también se le nombra al zurdo), su gabinete (“cuadrilla”, me corrige la dama. “No hables de lo que no sabes, bigotón”. “Si no hablo de lo que no sé, entonces de qué voy a hablar”). En fin, la cuadrilla del picapleitos (“picador, y es el que monta ese jamelgo”,  me volvió a corregir. Ella bien que sabe de cornúpetas, y no digo más), y  banderilleros, mozos de estoque, mulillas de arrastre (“mulas arrastradas, bueyes cabestros y bueyes Corderos”, me corrigió el de la bota de tinto),  y los monosabios (“monopendejos. Todos”, el susodicho).

Y que rasga los aires la clarinada, y que  se abre la de toriles, y que aparece el primero de la tarde: negro entrepelao, enmorriñao, corniabierto, 500 kilos sobre los lomos, una Zeta el fierro de la ganadería y astas de este largor, puntiagudas. “Inseguridad pública”. Se respira un tufo a sangre, a duelos y lágrimas.

¡Y la hora de la verdad! Aviéntese el diestro zurdo.  “¡Dejarme solo!”

Y fue entonces. Sin calcular su extrema debilidad… (Mañana.)

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