Sigue aquí la radiografía de las clases medias que inicié ayer. Invitado a comer por el doctor Pérez Y Hernández, amigo mío hasta el grado del gasto de los mariscos, en su volks enfilamos hacia Toluca, y en el camino fui sopesando a las clases medias de mi país. Me dieron una lástima…
– Mire, me dijo; serranías pachonas de vegetación. Abedules, algarrobos o chicozapotes, sepa la madre. ¿Qué le piden estos bosques a los de Viena? Esos pinos, ¿qué le piden a Los Pinos espurios? Para qué derrochar divisas en Europa, ¿no le parece?
Lo miré de reojo. Y aquella lástima…
– Y es que aquí en nuestro México tenemos de todo, como en botica.
Como en botica que no sea del Seguro Social, que ni aspirinas –pensé, pero mucho me cuidé de expresarlo. Por aquello de las patas de mula que me invitaba para comer.
Mediodía. Toluca. La entrada del restaurante. En el atascadero de coches y entre dos que dejaban un espacio que ni para carro de camotes, el de dos apellidos maniobró en forma tal que dejó la trompa a media banqueta y la trasera acomodada sobre una alcantarilla. La trasera del volks.
– ¿Se dio cuenta, mi valedor? El chicampiano lo meto en cualquier huequito, no aquel estorboso “seis cilindros” del que me tuve que deshacer.
Hasta acá comenzó a llegarme el olor de las patas. De mula. Al rato ya el doctor y su gorrón estábamos de las de acá, miren, leyendo la carta, pero leyéndola al estilo crisis de clases medias: de derecha a izquierda. A ver: 50, una orden de mejillones; 65, jaibas rellenas de pulpos, o pulpos rellenos de jaibas, al gusto; callo de hacha, en oferta. Sonriendo como estreñido, el doctor:
– Precios razonables. Media de ostiones, tantos pesos.
– Son dólares, doctor. (Palideció. Yo tragué saliva, y fue lo único que tragué en el restaurante, porque el de los dos apellidos):
– Se me ocurre una idea. ¿Y si mejor nos regresamos al DF? A mi casa. Porque después de todo qué mejor comida que la casera, y si viera que mi señora uh, qué mano tiene. Limpieza, sazón. ¿A mi casa, a la pura proteína pura, mi valedor?
Y acá venimos, clasemedieros, a desandar el camino, rumbo a la casera. Yo, aquella compasión; por mí, por el de los dos apellidos. Y ni cómo liberarlo del compromiso sin herir su susceptibilidad. Apechugué. Y a casita, la de él, y cuatro horas más tarde entrábamos a la casa de mi amigo el doctor Pérez Y Hernández, casa típica de clase media. Me dio el encontronazo un tufo a patas de mula, pero agrio, rancio.
El antecomedor. Mi anfitrión descorchó una de tinto. La olisqueó.
– Mmm, uva añejada en barricas de ayacahuite. Tres larguísimas semanas en reposo antes de llegar al tianguis. Los vinos del país qué le piden a los del Rhin. Texmelucan legítimo, aspire su bouquet.
Y que salucita. Yo con agua, que conmigo vino y licor toparon en hueso; en tepetate. Y válgame, que fue entonces: por la puerta de la calle entraba aquella figura enteca, de chal y trapos oscuros. Tensa una voz cascada:
– ¿Y eso, Filiberto? No te esperaba tan pronto. Pues qué, ¿no ibas a derrochar la de crédito gorreándole la tragazón a alguna panza aventurera?
– Mira, Chagüita, te presento aquí a nuestro huésped. Le prometí que iba a saborear tus artes culinarias. ¿No habrá modo, digo?
La de los bifocales me la dejó tendida, mi diestra. Ceño fruncido: “Yo, por si acaso, en misa te encomendé a San Ramón Nonato, no vaya a ser que ese pseudo-neo-comunistoide te la contagie y vayas a terminar tú también en terrorista, una nunca sabe”.
Tragué saliva una vez más. (Y mañana el final.)