Bandas pueblerinas

Los viejos sones de la tierra vieja, dije a ustedes ayer. El ánimo lastimado por las laceraciones que provoca el áspero oficio del diario vivir,  por un momento hice a un lado sinfonías y cantatas y me puse a escuchar algunos de los aires pueblerinos que había abandonado hace décadas, y oyéndolos describía los instrumentos de la murga que ejecutaba los sones de mi región. Aquí el final del escrito.

Ese que se áhija al clarinete, dije a ustedes ayer, cuál  otro, si no el saxofón, haciéndole una segunda que va ladereando, contrapunteándosele como pariente mal avenido, yéndosele de pronto por la travesía y como al sesgo, como buscándole dificultades. Pero qué de armonías en tono de sol…

¿Y qué me dicen de la flauta dulce, escarmenadora de hilitos de oro, paridora de esos lloraderos de música que salen del mero cogollo del corazón? En la banda pueblerina la  flauta dulce es pura mielecita en penca, un barroco  cuajarón estallante como la cantera del frontispicio en la ermita de Ajusticiados. Y esta nostalgia, terca como un repentino sarpullido, y el suspirar…

Se me viene  a la mente el trombón aquel con que se lucía el mi señor tío don José Encarnación, ciudadano de Las Güilotas, Zac., y padre natural de mi primo el Jerásimo, licenciado del recién resucitado Revolucionario Ins., el cual tío retacaba de fiorituras las callejas de mi niñez con aquel madrigal romántico donde el machismo ha encontrado su cabal y aborrecible expresión al darse gusto (tristeza, más bien) cantando (increpando, más bien) contra esa amantísima compañera a la que tratamos de ofender ofendiéndonos, el sonsonete arreado a tamborazos que a la letra dice:

“Para que salga el lucero, carbona primero sale la guía – para que tú te enajenes, carbona – falta la voluntad mía

Oigan el redoblante: faceto y alborotero de profesión, salpimentando el sonsonete con  un ritmo brincadito que repercute en las corvas y saca ganas de raspar en la tierra del tecorral dos que tres quiebras de danza apicarada en los bailes mezquiteros, donde en medio de la jácara salta el grito motivoso:

– ¡Ya repican las doce y todavía ni un muerto!

Ah, y la tambora, mis valedores, esa tambora que, parodiando al poeta, cuando suena es una lástima que no la escuche el Papa (mejor que Ratzinger ni la oiga. Mucha campana para él). Esa tambora que a los muertos resucita, que hagan de cuenta clamor del juicio final; unas percusiones de cuero crudo que pegan aquí, miren, en la mera boca del estómago, que es decir la boca de este sentimiento que acalambra los compañones. La tambora zacatecana, y no digo más…

Bandas pueblerinas. Hoy que los aspirantes al gobierno del Edo. de México levantan su tinglado para manipular a unas masas sociales necesitadas de creer y esperar contra toda esperanza, y al venteo del voto instrumentan la rutinaria campaña politiquera de promesas y buenos propósitos, digo: callen las bandas pueblerinas, que tambora y ejercicio político mutuamente se ofenden, porque decir ejercicio político es mentar lo más noble del humano quehacer, el humanismo en su más alta expresión. ¿Y badajearlo a tamborazos?  Pero corrijo: callen los sones porque la banda de música es mucho de arte y de sentimiento para engordar acarreos politiqueros.  ¿Permitir que el trío de bergantes reincidan en la horrorosa tradición de violar la vihuela y la flauta dulce para pespuntear con arpegios sus embusteras promesas y labiosos discursos? Terminarían por empañar la dignidad de El Rascapetate y  La culebra pollera. (A’hijuesú.)

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