Esta vez La Chirriona

Pero un momento, mis valedores, no pensar mal. Cuando hablo de La Chirriona, y perdonen el tufo un tanto cuanto machista,  no me refiero a figura política alguna, ya sea la Gordillo, la Paredes de batón y huipil o una Vázquez Mota escritora de la reputadísima obra que a modo de título eleva a los santos cielos esa plegaria: “Dios mío, hazme viuda”. Tampoco aludo a esa Martha que allá en tierras nayaritas, convenenciera que nos resultó, acaba de pegar estridente chaquetazo desde el Sol Azteca para ir a caer en aureolas y beatitudes  del Verbo Encarnado.

Yo, al mentar La Chirriona, tampoco aludo a una cierta Luisa María Calderón Hinojosa, apellidos que no me son del todo desconocidos, y que cuando en la tertulia  los mienta algún contertulio imprudente se me estrujan los compañones y los pelos del espinazo se vuelven alfileres en la pelleja. Es por eso que evito testerear a esa Luisa María que con el alias de La Cocoa intenta pegar un  michoacanazo más escandaloso que el de los treinta y tantos funcionarios inocentes encerrados en la de alta seguridad, y asentar sus dos reales en el  sillón que en noviembre deje vacante Godoy. Ninguna figura política evoco con La Chirriona de marras.

Ya sea este sopor vespertino, ya sean la fatiga, el desánimo, el desencanto del diario vivir o una especie de menopausia que me ha acarreado la edad; lo cierto es que yo, amador de cantatas, conciertos y sinfonías, ahora me he puesto a escuchar en el aparato, como en los años en que yo lucía, mis viejos sones de la tierra vieja, la mía; sones arribeños, sones abajeños, sones de tarima y esos de tambora que es decir los de mis derrumbaderos zacatecanos. Por reanimarme púseme a oírlos, y salió peor, que escuchándolos se me fue empantanando el ánimo de una terca nostalgia, de una porfiada decepción. Y este desánimo…

Oí hace rato La culebra, Las olas, El cuatro, Las alazanas; cambié a La Chirriona y Los górgoros, con sus frases apicaradas: De la pi- de la pila nace lagua – delaguá – delaguá caracolitos – señorá – señorá no vaya a lagua – donde lehá – donde le hace gorgoritos, seño-rááá…

No, y esta lloroncita en tono menor que entre desgarros de voz se duele, se queja, llora: Si oyes tocar a difunto-no me reces agonías – que alcabo no me quisiste – que tú nunca me quisiste – como yo a ti te quería…

Ustedes, los que me atienden y entiende han de dispensar,  porque de pronto se me ha contristado la enjundia del ánima según voy oyendo en el par de bocinas  el pespunte de esos regocijamientos, como allá decimos, que me están faceteando de cuero adentro-, esos que han sido la alegría del diario vivir y que hoy, esta tarde…

Escúchenlos. Oigan esos instrumentos ejecutados (“ejecutados”) por manos gafas a punta de arado y barzón, manos de aquellos mis músicos cimarrones que son los mantenedores de la buena música de la buena tierra. El pregón gozosamente lamentoso:

Ay, Virgen del Patrocinio -ayúdame con mis penas – mi vicio son los conquianes – y las mujeres morenas… (Aolí.)

Distingo los instrumentos; ese que lleva los arreboles de la voz cantante, cantarina voz en primera de sol mayor, es el clarinete. Juguetón él, medio sentimental, llorón cuando se propone reblandecer voluntades de enagua y corpiño y un su poquito de amalditado cuando de pagar mal se trata, jijodiún…

Ese que se le ahija al cuadril es el saxofón, haciéndole una segunda que va ladereando, contrapunteándosele como pariente mal avenido, yéndosele de pronto por la travesía. (El final de la murga, mañana.)

 

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