¡Que ahí viene Peña Nieto!

¡Que ataca López Obrador! Y a ese devoto del Verbo Encarnado al que  ningún  antidepresivo amansa el espanto de que alguien arroje al PAN de Los Pinos le viene al pelo la leyenda del bosque de Nemi, donde el monarca, para llegar al poder, tuvo que asesinar al antecesor y tendrá que ser asesinado por el sucesor de su trono. Es la ley. Mis valedores…

Al igual en el bosque de Nemi, en Los Pinos se produce la mortecina metáfora del  rey en desgracia (trémulo, insomne, venido a menos) que en el ocaso de su reinado carga como obsesión legar el trono a alguno de su propio partido. ¡Pero ahí nomás, tras lomita, acechan Peña Nieto y López Obrador!

El reyecillo cimarrón no defiende la silla con una espada sino con ese armamento de alto poder con el que ha asesinado a 40 mil y lacerado a toda una nación, y completa su ofensiva a pura base de lengua, de propaganda embustera que pagamos todos. Así, con viva elocuencia y ambiente sombrío, lo cuenta Frazer, en La rama dorada:

En  la Antigüedad este paisaje selvático fue el escenario de una tragedia extraña y repetida. En una orilla del lago, inmediatamente debajo de un precipicio, estaba situado un bosquecillo sagrado, y en él cierto árbol que todo el día y probablemente hasta altas horas de la noche rondaba una figura siniestra: en la mano blandía una espada desnuda y vigilaba cautelosamente en torno, cual si esperase a cada instante ser atacado por un enemigo.

El vigilante era rey y homicida a la vez; tarde o temprano habría de llegar quien le matase para reemplazarle. Tal era la regla: el puesto sólo podía ocuparse matando al rey y substituyéndole en su lugar hasta ser a su vez muerto por otro más fuerte o más hábil. El oficio mantenido tan a lo precario le confería el título de rey, pero seguramente ningún monarca descansó peor que éste, ni fue visitado por pesadillas más atroces.

Año tras año, en verano o en invierno, con buen o mal tiempo, había de mantener su guardia solitaria, y siempre que se rindiera con inquietud al sueño, lo haría con riesgo de su vida. La menor relajación  de su vigilancia, el más pequeño abatimiento de sus fuerzas o de su destreza le ponían en peligro. Las primeras canas sellarían su sentencia de muerte. Su figura ensombrecería el hermoso paisaje. El ensueño azul de los cielos, el claroscuro de los bosques veraniegos y el rielar de las aguas del lago al sol, concordarían mal con aquella figura torva y siniestra…

Mejor aún nos imaginamos este cuadro como lo podría haber visto un caminante retrasado en una de esas lúgubres noches otoñales en que las hojas caen incesantemente y el viento parece cantar un responso al año que muere. Es una escena sombría con música melancólica: en el fondo la silueta del bosque negro recordada contra un cielo tormentoso, el viento silbando entre las ramas, el crujido de las hojas secas bajo el pie, y  yendo y viniendo, ya en el crepúsculo, ya en la oscuridad, la figura oscura, insomne, la espada desnuda en la diestra…

Mis valedores: ¿con el de Los Pinos no ocurre lo mismo? ¿No se percibe la desesperación impotente de un rey que a deshoras deambula a lo insomne, trémulo y trasijado, en el bosque de Pinos? Abatido por la cargazón de problemas que no ha sabido resolver, aun carga sobre sus lomos la obsesión de evitar que el PRI regrese a Los Pinos ahora que él caiga, a lo irremisible, al desván de la historia. Por eso la facha de vinagrillo. Y si no, ahora que acuda a uno de sus desfogues, salir en la TV, véanle la cara. (Patético.)

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