Crónica de una infamia

El aprendiz de brujo, mis valedores. De tal mediocre les hablé ayer aquí mismo, sólo que en una versión hasta ahora desconocida, tal vez porque se trata de una modalidad apócrifa, creada según la voy redactando.  Apócrifa, sí, porque el impostor a que me refiero nunca estuvo a la altura de una soberbia leyenda como la del Aprendiz de brujo, que arranca de los más antiguos relatos populares milenios antes de nuestra era. Por cuanto a los individuos medianamente enterados, ellos la conocen por la balada de Goethe y el scherzo de Paul Dukas. Las masas identifican El aprendiz de brujo por alguna deleznable Fantasía  de Walt Disney. Lógico, cómo pudiese ser de otro modo…

El protagonista de la versión apócrifa es un hombrecillo insignificante al que la ambición de poder masca los hígados casi tanto como la envidia por el magnetismo personal y el arrastre en las masas del brujo principal  de la comarca. “Cómo hacerme del poder”, y el mediocre interrogó a lo más deleznable del noble oficio de la brujería: a alguno que vive en la Casa Blanca, a algún otro que intriga en basílicas y catedrales, a los que acaparan las riquezas de  la comunidad y a los patrañeros de la falsa crónica del diario acontecer. “Cómo, amigas y amigos”.

¿Cómo? Pues calumniando al brujo (“un peligro para México”), y espiando sus hechizos, hasta aquel mal día en que logró robarle un conjuro mágico. “¡Ya tengo el poder! ¡Haiga sido como haiga sido, el poder es mío! Y el brujo de pacotilla se mudó a la casa del brujo legítimo y emprendió la empresa imposible de  “legitimarse”, de limpiar su imagen de espurio, de impostor, ¿pero cómo?

Pues nada, que en su compulsión por lavar la mancha de origen, ¿no fue el desastrado a escoger el peor de los detergentes? Sangre, sí. Sangre humana. Chorros, torrentes. ¿Cuánta podrá caber en las venas de más de 40 mil seres humanos? Niños, viejos, mujeres, jóvenes, adultos, unos inocentes y algunos facinerosos, pero vidas humanas también. Y ándenle, que ahí se inicia la delirante carnicería…

Del demencial destazadero que provocó, mis valedores, ¿habrá que decir más?

A su muerte nada de mérito mereció el aprendiz. Cuando aquello sucedió y el insensato cayó víctima de su misma violencia, ningún epitafio propio logró el infeliz, que hasta para ello le prestaron uno que, genio y figura, le quedó holgado. Y cómo no iba a quedarle guango, si se trató del epitafio hace siglos adjudicado a un  purpurado intrigante,  pero nunca asesino a la manera del brujo aprendiz cuya historia quedó asentada en los códices, pero que en la memoria colectiva no logró trascendencia ninguna. Odio al principio, desprecio después, desdén, olvido, polvo, nada de nada, y no más.

Cuando la mano anónima de alguno que en la carnicería del insensato perdió al hijo, al padre, a la esposa, pudo segar la vida de semejante dañero (bien a bien, del fin del mal aprendiz de todo y oficial de nada muy poco registran los códices), fue un epitafio prestado el que otra mano anónima grabó en una tumba que se ignora si fue o no la suya. A ese que en vida provocó la muerte de 40 mil lugareños,  un número semejante de desaparecidos y uno multiplicado de viudas y huérfanos de hijos, de padres, de hermanos (dolor, luto, duelo, odio, lágrimas, aborrecimiento y desprecio para finalizar aventándolo al olvido definitivo), aquí el epitafio ajeno que le endilgaron al mínimo:

“En su vida hizo cosas malas y cosas buenas. Las cosas buenas las hizo muy mal. Las cosas malas las hizo muy bien”.  (Y RIP.)

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