Apócrifo

Los estudiosos lo conocen por el relato original, que se remonta a Luciano, dos mil años antes de nuestra era, y que el griego tal vez haya tomado de los más antiguos relatos populares. Por cuanto a los individuos medianamente enterados, ellos la conocen por la balada de Goethe y el scherzo de Paul Dukas. Las masas identifican El aprendiz de brujo por la versión de la cinta de Walt Disney. Lógico. Aquí la versión apócrifa.

Un brujo existía en la comarca conocedor de todos los secretos del oficio, por más que uno se le escapaba, y era que no lejos de ahí merodeaba cierto hombrecillo común, vulgarzón de aspecto, ente humano sin pizca de carisma y simpatía personal, sin duende ni ángel que no fuera el de su guarda, que lo despreciaba. Nada de nada tenía el infeliz más allá de una corrosiva envidia por el arrastre popular y el magnetismo personal del brujo sapiente, a más de una desaforada ambición por dominar el villorrio. Lóbrego.

Y es que a aquel mínimo habitante de la villa (un villano desde acá arriba hasta allá abajo, miren), todo lo que Madre Natura le negó de talento e ideales se lo alquiló un Mefistófeles de pacotilla, malas entrañas y malas mañas, que el villano aplicó para espiar al brujo a la hora de los hechizos. Pero ocurría que de secretos pura madre que lograba robar al brujo, y eso lo traía por la calle de la neurosis. Porque siendo todo un costalito de mañas, el fisgón era también un perfecto cretino, que sólo en el cretinismo llegaba a la perfección. Por ahí va la cosa. Y qué carambas hacer…

Hacer lo que hizo, el felón. Ocurrió que  valiéndose de malas artes logró herir y dejar por muerte al brujo que, despreocupado, se acercaba al laboratorio. De inmediato, impulsado por una irrefrenable compulsión por legitimarse ante los lugareños, el temerario pronuncia aquel terrible conjuro mágico, declara la guerra y entonces: el golen, y el zoombi y Frankenstein cobran vida y se desparraman por el villorrio, y la pesadilla: herir, masacrar, aterrorizar,  producir pánico, lágrimas, dolor. El espurio, observando el desastre…

Pues sí, pero lástima: hasta sus orejas llegaban el llanto y el crujir de dientes. El brujo de masquiña, por acallar lloros y lamentos y amansar una conciencia devota del Verbo Encarnado, buscó en el caserío a algunos descastados con mala fama de pícaros y vividores, duchos en las malas artes del engaño y la superchería, falsos hechiceros y chamanes de pacotilla, pero ni así. A ladridos, entonces. Para acallar la agonía de las víctimas y el gemir de los deudos, el aprendiz de brujo pobló el recinto de chuchos ladradores de Nueva Izquierda. Ni así.  Allá, afuera, ¿escuchan ustedes? Es el clamor de las viudas, los huérfanos, los deudos que velan sus muertos.

Y la guerra del falso brujo seguía. La masacre era alucinante y acrecentaba el odio y el repudio de los lugareños.  La carnicería tenía que cesar. Pues sí, ¿pero cómo? El impostor intentaba acertar con el conjuro adecuado que detuviese desgarramiento y masacre, pero el derramamiento de sangre, en lugar de amainar, se volvía borbollón que empapaba una tierra que había sido pacífica y productiva hasta días antes de que el dañero tomara usurpara el laboratorio del brujo mayor. Miren ahí, contemplen al pequeñajo espiritual remoliendo entre dientes y repasando en voz alta (¡esa aprendiz de voz!) este conjuro, esta fórmula verbal, el rezo al Verbo Encarnado, pero en vano: sangre, dolor y todas las lágrimas que el impostor había provocado, clamaban al cielo. (Sigo mañana.)

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