De interés social

Aquí finaliza, mis valedores, la crónica de mi excursión por alguno de los departamentos de interés social con los que el sexenio de Fox enriqueció hasta la náusea a los hijos de toda su reverenda Marta. Aquella tarde de miércoles, ya al pardear, arribé al depto. EF/96, y sin medir las consecuencias de mi temeridad me lancé a la empresa de abrirme paso desde la estancia  comedor hasta la habitación del agonizante don Camilito Rolón, maniobra inaudita ante una muchedumbre de vecinos, 8 ó 10, que se apretujaban en aquel espacio de 6 x 6 metros cuadrados. La multitud me arrinconó entre un muro de cartón-piedra y la barrigoncita de cara pañosa. “¡Oiga, que me va a malograr mi criatura!”

Intenté despegármele, pero cómo, si los Bribiesca Sahagún no planearon deptos. para barrigoncitas. Alcancé el dintel de la habitación, y entonces:

– Papá, papá, ¿me puedo oír todavía? / “Arg, arf”, jadeó el agonizante. “Arf, arg”. / “¿Me alcanza a oír, padre?”

Yo, aquel suspirillo. Me mordí el de abajo, el labio. De la estancia comedor llegaban retazos de chistes ecológicos (verdes). Del depto. de junto retazos de la balada romántica: “¡Es la boa!” A 5 mil decibeles. De acá, del RL diagonal 486: “Nuestro programa de casas y condominios de interés social…”

En eso, que del cielo desciende, (del piso superior): “Chente, que Gregory Conan  no es hijo tuyo, sino del compadre Chemín”. “¡Qué dices, pú…trida!” Del depto.  de junto: “¡Le puso el doctor – la mano en la cintura!”, mientras que un cristiano entregaba su alma a la eternidad. Esos huevitos Sahagún

El primogénito Rolón: “Papá, papacito, ¿me oye todavía?  Ya lleva tres días agonizando, qué sufridero…”

Los chamacos, pistojeando, rascándoselas, escarbándoselas. “Mi aguelito en artículo de muerte, él que de artículos y verbos pura madre que sabía”. “Pero los nacimientos qué bien le salían. Los de Navidad”. Yo, de ladito, en susurro: “Le ayudáramos a bien morir. ¿Me permite?” Mi rosario bendito: cada frotada, 300 indulgencias.

De pie, porque faltaba espacio para plantarse de hinojos, el primogénito acercó su boca a la oreja del agonizante, y aquellas desgarradas palabras, brotadas de la viva entraña del corazón:

– Papá, padrecito, ya tres días agonizando, qué sufridero.

Yo, sentimental que es uno, me sorprendí haciendo pucheros. Y a mi edad, y con estos mostachos. Ojos, nariz, pañuelo desechable. Abrí mi libro de oraciones: “He de morir, no se cuándo. He de morir, no sé donde”. La voz ahogada del primogénito: “Papá, ya lleva tres días agonizando.  ¿Me oye, papacito? Tres días con sus noches”.

Yo: “Resignación. El que cree en mí vivirá eternamente”. La de la nube en este ojo, miren,  a pasones de amoniaco trataba de que volviera en sí. El volvía en no; un pie ya en el éter, pero el otro todavía en el huevo (de depto.), abría sus párpados, los cerraba, sacaba fuerza de sus estertores. Como aferrarse a este mundo se aferraba a la mano del primogénito, entreabría unas pupilas a media luz, las enfocaba al hijo, intentaba un amago de sonrisilla, la del adiós…

Y ándenle: rápido de reflejos, en la reacción del agonizante aprovechó el rescoldo de luz, de vida, de esperanza viva, y como arpón, como lanceta, le lanzó el afilado berbiquí:

– ¿Me oye, papá? Oiga, no hay que ser. Lleva ya tres días agonizando, y sus nietos no tienen donde dormir porque usté está ocupando el cuarto de las criaturas…

Las cuales nomás pistojeaban, sorbían por aquí, se escarbaban por allá, se rascaban acullá. Los de los hijos de la Sahagún. (Qué hovos.)

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