Hay días en que somos tan lúgubres, tan lúgubres…
Tal afirma el poeta y así amanecí el día de hoy, todavía impresionado ante el espectáculo de la humana agonía. Ah de los agonizantes, esos desdichados que con un pie en este mundo y el otro en la eternidad, en madrugadas interminables dejan retazos de vida a trancos, a estertores, a bocanadas que van absorbiendo la muerte, esa inevitable de todos nosotros, los que alentamos todavía, pero que mañana o pasado…
Es así, mis valedores. Lúgubre como amanecí esta mañana, permítanme que les hable de cierto anciano que, según lo observé en su cama de agonizante, no va a aguantar hasta fines de abril para celebrar el sábado de gloria, que la gloria eterna se le va a adelantar en cualquier momento de miércoles, pobrín de él.
El agónico incidente acaba de ocurrir en una de esas unidades habitaciones que, palomares de este tamaño, edificaron (edificarán hoy todavía, que la impunidad es la almendra de la corrupción) los beneméritos hijos de la honorable pareja Bribiesca Sahagún para medrar con la necesidad de esa desalada arribazón de paisanos que todos los días y desde todos los puntos de la rosa desembocan en este hormiguero descomunal; esos que en busca de la sobrevivencia van a recalar en los departamentos de interés social marca Bribiesca Sahagún. Es México. La noticia:
Desdeñan familias sus minicasas. El gobierno les construyó 200 viviendas de 4×5 metros cuadrados, con una puerta, una ventana, un pequeño patio y una letrina seca. “No cabemos en ellas. Hay una letrina de cal, pero huele mucho, por tan cerquita que está de las minicasas”.
Ah, crueles palomares en que mal sobrevive el fregado de salario mínimo. Ah, ciudad deshumanizada la nuestra, que entre tantos humanos hemos terminado por deshumanizar, cruel paradoja. En fin, que sigue aquí el trance agónico.
Pues nada, que a uno de esos huevitos Sahagún acudí cierta noche de miércoles con la sana intención de ayudar a bien morir a un cierto don Camilito Rolón; en el trance de vida y muerte asistirlo dentro de alguna de las habitaciones de cierto condominio traficado por los hijos de toda su reverenda Marta. Ya oscureciendo llegué al depto. EF/96, y entré de ladito, porque las 8, 10 gentes que en ese momento se apiñaban en el depto. no permitían espacio para una más. Hasta el dormitorio (2 x 2 metros) me escurrí a través de la sala comedor (3 x 2), y tuve que atravesar toda la cocina, 2 x 1 más 7 cms., con el cuarto de baño y sanitario de por medio, 80 por 76 centímetros y 36 milímetros, deshumanizada aritmética. Un cuarto de baño donde todo, todo tiene que hacerse así, miren: de ladito.
De repente, el atascadero de visitantes (8, 10 vecinos) me forzó a detenerme ya casi alcanzando la meta, o sea la habitación donde don Camilito se entretenía en agonizar. “¿Ya se atascó usted?” –me dijo uno de los vecinos que, prensado entre dos, mal resollaba, de ladito también.
– Y lo malo es que ya no puedo dar paso adelante, ni recular.
– A recular al hotel, lépero alburero de miércoles –una caderona que así, de ladito, me los aprontaba en el cogote; su resoplidos.
– Caracso –mi interlocutor-, qué malas entrañas los traficantes que construyen tales huevitos. Qué huevitos de Sahagunes, de veras…
Qué huevitos, pensé, y en la apretura intentaba cuidar mi bajo vientre, pero dos cuñas humanas me sofocaban: el de la cotorina, aliento de epazote mal digerido, y mero enfrente de mí la caderota de marras que entre dientes rezongaba:
– Qué huevitos, de veras.