Esta vez el naufragio, mis valedores. El desastre que tengo y sostengo en mis dos manos. En ellas contemplo la ruina en que han venido a parar aquellos que hasta ayer fueron botines de soberbia estampa, café oscuro su color y tacón de baqueta, aguzados de la punta y con sus orejetas detrás. Magníficos cuando nuevos, es ley de la vida que lo vivo envejezca y se frunza, ley a la que botines de ninguna clase y color puedan sustraerse, de modo tal que los míos fuéronse maltratando, se me enchuecaron, y tan sutil se tornó la suela que entre mis pies y la madre tierra –o el padre asfalto, según- no quedaba más que la tela del calcetín, y qué hacer.
Arrumbé mis bienamados en el asilo de viejos (un arcón de pino, refugio de la polilla) y saqué a relucir los del domingo, con lo caro que me costaron, y los anduve pisando, y al pisar pisaba con tiento, como tratando de pesar lo que una mariposilla sobre un pétalo de rosa (mira, mira). Pero en eso, en una de esas, desde la calle, el pregón vocinglero:
“¡Zapatos qué componer..!”
Corrí al arcón, saqué mis botines y bajando a la calle los puse en manos del remendón, que los miró, palpó, sospesó, examinó de un lado y del otro, por abajo y por atrás, cuidado con la albureada, y su veredicto: “Tacones, suelas corridas, y peor que nuevos. Ni los va a reconocer”. Una hora me pidió para llevar a cabo la reconstrucción de los tales, y ahí mismo, en la acera de Cádiz montó su taller ambulante, y que saca pinzas y martillo y agarra de las orejas mis dos botines, y que al iniciar la reparación de daños comienza a hablarme del beato del Verbo Encarnado, y a desfogar sus rencores contra él, y a soltar bilis negra, y a forrar de altisonancias a sus allegados, válgame.
– Pero un consuelo me queda: que a ése le queda muy poco tiempo en Los Pinos. Yo seguiré siendo un honrado zapatero, ¿y él..?
Válgame. Después de estar aguantando sus reniegos contra el susodicho, su gabinete y los diputados, subí a mi depto. y en el sillón de la estancia seguí la lectura del clásico, todo arropado en el universo sonoro de mi señor Bach. Y la paz…
Y así, en paz, pasó la hora convenida, pero nada, que el remendón no daba trazas de avisarme por el interfono que bajara a recoger mis botines, y así dejé que pasaran dos horas más, y otros tres cuartos de hora, hasta que al morir la tarde, ya al pardear, la catástrofe: tengo en mis manos los botines de marras, y válgame, qué naufragio de botines, qué metamorfosis han venido a sufrir, que ante esta la de Kafka es juego de niños. Lástima de botines…
Su color, por principio de cuentas: de café oscuro como los confié al remendón, se habían tornado negruzcos, con rosetones lívidos aquí y allá, que hagan de cuenta que de repente pescaron alguna enfermedad contagiosa. Por cuanto al material: se me había prometido, y eso pagué al contado, suela de la mejor calidad, pero aquella carnaza tiraba a cartón mal pegado con plastas de engrudo. Pero su forma, Dios: de cálido albergue que fueron para mis pies, que algo tenían de atributo femenino, mis botines se convirtieron en una covacha inhóspita, desapacible, erizada de salientes, recovecos, hondonadas, una a modo de estalactita a la altura del gordo y una estalagmita contrapunteándose con el talón. Yo, los botines en las manos, me puse a pensar, medité para mis adentros, y llegué a la mortificante conclusión que mañana mismo habré de comunicar a todos ustedes. (Vale.)