El periodismo en este país, mis valedores. Ayer una del oficio en conflicto con Televisa; hoy, una Televisa en conflicto con la revista Proceso. Mucho ruidajo, juego de piernas y fintas al aire para admiración barata de la gallera. Escucho la escandalera de tan salivosas contiendas y pienso en la estatura moral de un periodista al que el oficio lo condujo hasta Belén (la cárcel). Pienso, y cómo pudiese ser de otro modo, en mi don Joaquín Fernández de Lizardi, El Pensador Mexicano, que vivió su vida (1776 a 1827) en los tiempos anubarrados de la lucha de independencia.
Fernández de Lizardi. Novelista fue, dramaturgo y versificador por necesidad de expresión, el primer fabulista que parió nuestro Mundo Nuevo si hacemos a un lado a Fernando de Alba Ixtlixóchitl y algunos más que nacieron al arrimo de frailes y conquistadores. Lizardi. Sería el oficio del periodismo el que lo iba a alzar como héroe civil que dedicó el tanto de toda su vida a la denuncia de vicios y corruptelas de un México que se asomaba a la independencia. Su juicio contra desahogos hepáticos como esos que acaba de deponer el imprudente de mecha corta:
Hace la discordia tanto daño en el cuerpo político como las contagiosas en el físico…
Admirable El Pensador por su vida y obra como liberal, moralista y filósofo que ejerció actividades de educador, de satírico e intelectual. Pero primero y antes que nada fue varón de virtudes que a golpes de denuncia pública defendió sus ideales, formuló sus cuestionamientos y difundió su verdad por todos los medios a su alcance, vale decir: el ensayo, el libelo, la farsa, el artículo, la novela y hasta la misma versificación. El Pensador Mexicano, creador del inmortal Periquillo Sarniento que no han leído los mexicanos porque los mexicanos no leen. Lástima.
La historia pública del Pensador arranca de 1811, cuando a los 34 años de su edad se mete de lleno a la difusión de las ideas, así en los campos del periodismo como en los de la ficción y en esa suerte de volandera mercadería que fueron las hojas sueltas en donde se desbalagaban rumbo a todos los rumbos sus sátiras e invenciones, sus arengas y denuncias, sus reclamos a favor de la moral y las buenas costumbres; hojas que se leían en callejas y plazas públicas, en la posada, el figón, el camino real; hojas que prefiguraban esa literatura que, peripecias históricas más adelante, soltarían las prensas de Vanegas Arroyo para difundir las calaveras de Posada y aquella levantisca literatura que ayudó a desmoronar la vera efigie de Porfirio Díaz; hojas que difundieron la cultura popular en la forma del corrido que iba a perpetuar las hazañas del arriscado y el valentón, y la jácara y los lances de amor. Soberbio.
¿Por qué iba a caer a la cárcel y por qué tendría que cerrar su Correo Semanario de México, del que fue fundador, y morir en la inopia? A causa de sátiras de este tamaño contra sotanas y capas pluviales:
Nada falta a tu dicha, patria mía, – Tienes frailes, langosta, policía, – Puertos sin naves, tropas sin calzones, – Caminos solitarios con ladrones, – Siempre apretada tu tesorería, -Partidos y colores a porfía, – Papel que vale menos, aunque debe, – Un rey que lo conoce y no se atreve, – Faltaba un año santo: en este día, – ¡Bendito Dios!, el Papa nos lo envía…
No, por aquellos tiempos aún no se consolidaba el nuestro como un estado laico, un estado de derecho, una de las cinco prioridades que acaba de revelar el de Los Pinos. (Sigo después.)