Fuego en palacio

Gulliver y Liliput, mis valedores. ¿Habrá leído alguno de ustedes esa novela cuajada de símbolos que el británico Jonathan Swift tituló Viajes de Gulliver? Aquí una síntesis del encuentro del protagonista con los habitantes de Liliput:

Tras el naufragio de su navío Gulliver alcanzó la playa. El cansancio lo sumergió en un sueño del que iba a despertar cautivo en multitud de cuerdas. Un hormiguero de individuos minúsculos (seis pulgadas de estatura) le caminaban por piernas y estómago. Inmovilizado, Gulliver tuvo que jurar obediencia y fidelidad al soberano, un reyecito de menor estatura que sus gobernados, que le permitió aposentarse en el lado norte del reino. Los liliputienses admiraban la estatura de un gigantón que a cambio de la pitanza  puso su fuerza al servicio del reino. Fue el caso del calentamiento global…

Ya habiendo aprendido los rudimentos de su idioma Gulliver convivió con los liliputienses, que a chicotazos de impuestos le proporcionaban la manutención. Aquel señalado día del calentamiento global tendría ocasión de desquitar la manutención. Fue así:

Liliput y reinos vecinos padecían una crisis climatológica que amenazaba sus territorios con sequías, inundaciones y marinas catástrofes. Los reyecitos (seis pulgadas de estatura) decidieron resolverlo a su modo: convocando a una conferencia “cumbre”, la capital de Liliput como sede. El reyecito, cuya estatura no alcanzaba las seis pulgadas de los visitantes y padecía de un acuciante sentimiento de inferioridad por haberse trepado en el trono de forma ilegal e ilegítima,  trataba siempre de superar el origen espurio de su reinado y el epíteto de impostor que decían por lo bajo sus gobernados, y acometía toda (muy mala)  suerte de proyectos y empresas pretendidamente grandiosas, de  relumbrón y apariencia, con las que intentaba a lo inútil rebasar sus cinco pulgadas de estatura física, mental y moral. Patético.

Patético, sí, porque fue en aquella ocasión cuando al pretexto del calentamiento global el espurio (perdón) convocó a los reyecitos del continente y en calidad de sede de la pomposa “cumbre” de liliputienses y congéneres mandó acondicionar el palacio de gobierno, que mantenía en ruinas; y esto fue derrochar millones en maquillaje de tales ruinas para lucirse ante los visitantes, y páguelo todo el erario, ya bastante disminuido por la voracidad del gigante asentado en el norte del reino. Así estaban las cosas el día del siniestro.

Porque ocurrió que el día señalado el reyecito (¡con esa su voz!) inauguró la “cumbre” y trató de lucirse (¡esa su vocecilla!) con un salivoso, tedioso discurso empedrado de lugares comunes. De ahí, al comelitón y los brindis, la secreta pasión del enano, y  páguenlo todo unas  masas populares de seis pulgadas de alzada. Siniestro.

Y que amigas y amigos salud, y a la quinta ronda: “¡fuego, fuego!”, y el desorden, la estampida, los gritos:  “¡Fuego en palacio!”

Por no medir su enanismo con Gulliver, el reyecito  no se había dignado invitarlo, pero ahora clamó y le solicitaba  “angustiosamente” (“el rey anda desnudo”, lo afirmó Wikileaks) le ayudase a apagar un incendio que la impericia del reyecito había provocado. El remate de tal siniestro,  en palabras de  Gulliver:

“Sobre el palacio descargué  tal cantidad de orina y con tal destreza, que en tres minutos el incendio quedó extinguido y el resto del edificio salvado de la destrucción. Regresé a mi morada”.

Todo esto, mis valedores,  encierra su muy  buena moraleja, ¿pero cual? (Piénsenlo.)

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