El rincón de los niños

– ¡Basta, muchachos, les ordeno que dejen en paz a ese pobre chamaco!

La innata crueldad del humano, mis valedores. Anoche mismo,  desde mi ventana, observé a los granujas, hijos del vecindario, que en el patio de Cádiz  y al pretexto de unos juegos infantiles vejaban al más indefenso de todos, al más atolondrado, al pequeñín. Mirando la rudeza de los chamacos recordé El Señor de las Moscas, novela donde el inglés William Golding exhibe la crueldad a que pudo llegar cierto grupo de colegiales que un accidente aéreo abandonó en una isla lejana y que por afanes de sobrevivencia van adoptando costumbres cada vez más salvajes y primitivas donde afloran la ley del más fuerte y una crueldad inaudita. Me enfrenté a los maldosos:

– ¿No me escucharon? ¡Que lo dejen en paz!

Y que avanzo tres pasos hacia ellos, y que ellos avanzan cuatro pasos hacia mí, y que observo la docena de rostros sañudos, unas manos empuñadas, el fruncimiento de esas cejas alacranadas. A ver, a ver, ¿amenazas a mí? Yo, las verguenzas en su nidal y el corazón bien templado, procedí en concordancia de lo que me dictó mi propia dignidad: reculé, pegué el reculón y desde la ventana de mi depto seguí observando la chacota con que los bergantes, al pretexto de “la gallina ciega” y “las escondidas”,  ridiculizaban al infeliz (exhausto, temeroso, sudoraciones).

– ¡Es que tú no das una, guey!  ¡Ora a romper la piñata, a ver si ahí!

Lástima me dio aquel rostrín agobiado, agotado, jadeante y a punto de lágrimas mientras los maldosos le quitaban  sus lentes de burriciego y le cubrían los ojos con el de trapear. En las manos el palo de escoba, y un par de vueltas para descontrolar. “¡A ver si ahora! ¡A romper la piñata y hartarte de dulces y tejocotes!”

Pobre infeliz:  tirando palos de ciego,  tan desatinado como un rato antes, cuando vendado los ojos lo hicieron jugar a “la gallina ciega”, que  manoteaba al aire, y  a lo desatinado trastabillaba al tropezar con la maceta, la alcantarilla, el tambo de la basura. “Ya, muchachos, ya me cansé, estoy todo raspado”, y que aguántate, que ya nomás el jueguito vacilador de clavarle la cola al burro dibujado en una cartulina pegada en la puerta de “vigilancia”,  y a vendarle otra vez  los ojos, y a clavar la cola en los tanates del burro, y con la cola entre las patas aguantar las risotadas de los burlescos.”Ya no, muchachos, ya estoy muriéndome de fatiga”.

– La piñata, y ya. Confites y canelones. A ver cuántos te llevas.    (Sus palos de ciego me dan una lástima, una rabia, una exasperación…)

Pero ándenle, que sueltan el cordel y el cántaro se le estrella en plena mollera, y entre los tepalcates se le viene la cargazón de agua helada que lo empapa de testa a patucas. Un gritito agudo y arañar, bailotear, jadear sin aliento, jalar tarascadas de aire, y el choteo, y las risotadas, y de repente uno de ellos, los brazos en alto:

– ¡Basta ya, silencio!

Se acercó al que bailoteaba en un charco de agua y orines:

– No diste una, Felipín. No atinaste con la gallina ciega, la cola del burro ni la piñata. Eres nuestra plaga, nuestra salación. Por cuanto al baño: sábete que es cortesía de don Alejo Garza Tamez, espejo y flor de varones, que al calcular tus alcances de gobernante prefirió hablar no con discursos ni condolencias, sino con su par de cojones. ¿Tú a dónde irás a esconder la cara?  ¿Conoces lo que es la verguenza, Felipín?

¡Verguenza! Que poca la mía, que al reclamo (justo, iracundo, viril) me sorprendí aplaudiendo. Qué pena. (¿O no?)

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