Psicosis

Mi barrio, mi calle, yo mismo. Nosotros, los de entonces,  ya no somos los mismos. El barrio que solía recorrer, ¿en dónde se me extravió? Mi calle, ¿en que se me vino a transformar? Al primer canto del gallo y al primer rayo del sol solía caminarla, rumorosa de jilgueros, cenzontles, canarios. Limpia mi calle, olorosa a eucalipto y a patio recién lavado, que yo recorría con pisada firme, optimista, con el  mañana de mi ciudad color de rosa, rosa mexicano (mexicano de mí). No lloro, nomás me…

Porque ocurre que ahora, zacatón de miércoles, por miedo al secuestro virtual, verbal o efectivo, no me atrevo a salir de mi depto (no de algún bunker particular, como el que tanto presumes, Verbo Encarnado) y mucho menos andar por mi calle si no es con el sol bien alto. Me topo entonces, y aquí su ruda metamorfosis, con un zoco turbio de tufos a cebolla y orégano, a epazote, cilantro y fritangas al mojo de ajo, que ventosean unas casas que apenas ayer fueron hogares y hoy, gracias al hombrecillo del bunker, se han metamorfoseado en patéticos changarros que ofrecen toda suerte de sopas y sopes, la chalupa y la carnaza,  el pambazo, la garnacha y esas tortas ahogadas en toda clase grasas y sebos, mantecas y aceites, comestibles algunos. En  los venerables portones que huelen a reminiscencias del porfirismo, las cartulinas que ofertan la ropa usada y los zapatos viejos. Yo a traspiés caracoleo entre  pomos, latas y frascos vacíos, papel de envoltorio embijado de sebos pestíferos y restos de yerba: las narcotienditas, espinillas en el rostro del barrio. Patético…

De tanto en tanto, corazón bandolero, me arriesgo a salir a la calle (en un momento la primera del ángelus en  de La Porciúncula). Y es a esa hora, mis valedores…

Avanzo, y ahí me salta el primer ladrido; lo libro y me acosa el gruñido; avanzo, y una discordante sinfonía de aullidos que van del pit-bull y el rod-willer al perraco de la calle que una de la calle recogió, qué buen corazón. (Ahora mismo, mientras esto redacto, ¿los oyen? En las orejas me chillan los de mi vecino de al lado.) El temor, el temblor, el terror de mi barrio, que se manifiesta a ladridos…

A la señora del perraco callejero, la única en el vecindario que ha aceptado cruzar palabra conmigo, le comenté la discordante sinfonía de ladridos que tasajeaba el amanecer. “Aturden el barrio a ladridos. ¿No le parece una precaución que raya en la psicosis?”

–  ¿Y cómo quiere que los jodidos conjuren su miedo? ¿Que se construyan un bunker particular, como el que farolea uno que me abstengo de nombrar porque se me agria la cruda?  ¿Qué solución le queda al jodido, que no sea un perraco ladrador?  ¿Un bunker particular, miles de guaruras del Estado Mayor Presidencial, federales, la DEA? Un perro, qué más. Pero si hasta el de Gobernación. ¿No se le frunce a él también el cicirisco? ¿No  imita él también al fregadaje? ¿No cuenta con una buena jauría de bravos mastines, herencia de los Gómez Mont y congéneres?

(Achis, achis.) “¿Cómo cree que esos de allá arriba controlan el pánico que les provoca López Obrador, si no es cuchileándole a esos feroces ladradores al tanto más cuanto,  los chuchos de Nueva Izquierda? ¡Echenle montón! Después, las sobras de la merienda, y la paz”. ¿Ha escuchado sus versos?”

“Cuando un mastín forastero – pasa por una ciudad – chuchos de la vecindad – le van a oler el trasero. – El mastín (grave, mohíno) – ve la turba que babea – alza la pata, los mea – y prosigue su camino”.

Perracos. (Agh.)

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