Dientes blanquísimos

El desprecio y la iracundia se concentran en el actual. Por cuanto a Vicente Fox, zafio y protagónico, hoy se nos torna el rey de burlas que ya erige a este en Premio Nobel o ya cantinflea de política. Pues sí, pero al modo de la leyenda apócrifa: mientras todos los viandantes se cubrían la nariz y hacían comentarios vituperosos ante un perro muerto, el Cristo le descubrió una cualidad: “sus dientes son blanquísimos”.  Así los de Fox. Porque, mis valedores…

No quisiera más ventura – ni más dicha merecer – que de tu boca a la mía – no cupiera un alfiler…

Miro las fotos de hace tres años y de hace unos días. Y ellos dos, Fox y Marta, la misma pareja. Más bataneados de años y días, pero juntos los dos. En la foto de hace años, la pareja trenzada de brazos, sonriendo al mirarse a los ojos, mielecita en penca. El, físicamente disminuido en la foto reciente; ella, un organismo gastado y ataques de vejez en el rostro, pero juntos los dos, Fox y Marta, un amor inmune al tiempo, anudados de brazos hoy lo mismo que ayer.  En ambas fotos ese amor senil, y tan joven, cuando en tantas parejas públicas cuanto anónimas la disolución es seña de identidad. Sus dientes son blanquísimos…

Me gusta hablar del amor. Declarar el amor. Proclamarlo, gozarlo, sumergirme en él. Fue por ello que hace años, cuando el presidente Fox se casó con su Marta y vi en las fotos sus bocas unidas, alabé al varón. Sin ironía; sin sarcasmo. “Pero no azozobrarse”, aclaré para evitar suspicacias. “No me he vuelto de los intelectuales orgánicos que viven de culimpinarse. Mi loa va para ese varón que, según los indicios padece de cierta dolencia en su corazón que de corazón le alabo, dolencia común y tan poco común entre los humanos”. Fox vive ese estado de gracia que es el amor. Cómo no entender sus desplantes frente a la amantísima y que hoy mismo padezco ese achaque en la carne viva de la viva entraña de cada telilla del corazón. (Aolí.) Lo entiendo y aplaudo: a mí, enamorado al que el fervor amoroso me brota en el rostro como esplendorosa erisipela, voces me faltan para gritarlo en público y en  privado, que de la abundancia del corazón hablan las trovas:

Ay, malhaya, malhaya – vengo diciendo – que me quiten el gusto – de estarla viendo…

Cómo no exaltar al Fox enamorado frente a las historias de amoríos clandestinos de tantos de los anteriores. López Mateos, garañón que, carisma, juventud, coche deportivo y buen físico, para negocios de cachonderías le echó de ribete el prestigio de la figura presidencial; y esos grotescos y  sórdidos amoríos de un adefesio todo dientes y jetas, un Díaz Ordaz que se refocilaba con los silicones, las cirugías y lo todo  postizo,  incluyendo los lunares, de cuanta bataclana accedía a soportar, por amor al billete, que el hocicudo la embijara de sangre fresca (Tlatelolco) donde hubiese puesto las manos: tetas, glúteos, entrepierna y anexas. ¿Alharaquiento el amor de Fox? Compárenlo con el miserable del que en vida se vació en una descabellada compulsión por todo lo que oliera a pompa(s) y circunstancias, ese JLP que de Los Pinos hizo leonera y del teléfono rojo instrumento para enlaces de pantaleta. Ah, su alardoso currículo  de garañón y padrillo, de morueco y burro manadero. Marta y Fox, latrocinios aparte, hoy mismo trenzados, como trenzados ayer. Bien hayan.

Si Vicente quiere a Marta – y ella es todo su querer – ya la besa, ya la exalta – ya no sabe ni qué hacer.  (Aolí.)

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