Daños colaterales

Las víctimas del siniestro, ¿quiénes serían? ¿Serían gambusinos, exploradores, colonizadores, gente de azar y aventuras? A saber. Lo único cierto es que fue el suyo un final espantable: terminar sepultados en el vientre del barrizal, bajo las aguas muertas de aquel pantano sin límites. El Señor los tenga en su reino (los va a tener; los tiene). El mensaje de auxilio (¡SOS!) que de alguno encontré en aquella botella extraviada en el matojal decía: Este es el fin. Mi ánimo se derrumba y doblo las manos. Durante un par de jornadas acaricié la esperanza de que me habría librado del sañudo destino que aniquiló a los demás, pero no; cuando ya creía pisar tierra maciza me veo en la pulpa del tremedal. El de Arriba me valga (me va a valer).
En jornadas interminables acredité con espanto la caída sucesiva de los compañeros de ruta. Sé que es mi turno. Con mil precauciones veníamos avanzando por ver si lográsemos alcanzar tierra firme. Fue aquella una travesía de pánico a través de la tierra marcada por la purulencia, las miasmas, la pudrición. Palmo a palmo, como a tientas, avanzábamos, un pie posando donde habíase apoyado el anterior, tentaleando por dar con las partes menos blandas del terreno, las que pudiesen soportar unos cuerpos que, aunque escuálidos, eran peso brutal para lo fibroso de aquel barrizal tembloroso que chacualeaba a la agitación de algunos lomos loderos: culebras y demás bicharajos que habitan el tremedal. Con espanto contemplaba la muerte en redor, y era tanto el desaliento que llegué a envidiar al reptil de las miasmas que regüeldan burbujas de venenosos fermentos, materias orgánicas en descomposición. El reptil, en las dichas miasmas, su elemento. El aguadal…
Llega la noche y las cosas se engrifan de brillos fosforescentes;  el barro caldoso regurgita,  retiembla y se cimbra en soterrados sacudimientos en derredor de las raíces de unos arbolillos fantasmales, leprosas ánimas de esta tierra purulentosa. Luego despunta el día ya pizarroso o ya violento de sol, y entonces a tientas comienza a avanzar el malaventurado entre la peste y la descomposición, aliento anudado en el gañote al pisar, al dar el paso adelante, al resbalar. Al resbalar a lo pútrido, horror…
Porque he visto enterrarse en el lodo, uno a uno, a los otros. De súbito se derrumbó el infeliz resbalándose en el pantano como en oscura vaselina. Con un repentino clamor lo miramos desaparecer, brazo en alto de erizados dedos, ojos brotándose o párpados remachados. El Señor los tenga en su seno (los va a tener, los tiene). Quienes quedábamos, mientras tanto, nos santiguamos al contemplar como hipnotizados que tras de succionarlos el barro viscoso volvía a la calma y a regurgitar en el proceso de tornar limo al desdichado. Así hasta que yo,  solo y mi alma, retacado de espanto y de soledad, me santigüé al desaparecer el penúltimo de los desgraciados. El último, yo. Pero un día…
Recuerdo que me vi en lo que tomé por tierra firme; me erguí entonces, respiré a cabalidad, di entrada a la nueva esperanza. Más allá, el paraíso de una tierra maciza de árboles, aves, lomeríos. Dando gracias al cielo eché a andar  (y sonreía desgraciado de mí. ¿Tierra firme?)
Este es mi fin. Me rindo, porque mis últimas fuerzas se han desmoronado. Creí haber salvado el pantano y arañado tierra firme, pero todo fue falsa fachada y esperanza fallida. Bajo la apariencia de tierra sólida todo es pudrición. Me rindo.
(El final del desdichado, mañana.)

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