Esta vez la esperanza del cambio, mis valedores, esa esperanza irracional tan arraigada en un paisanaje inmaduro. A propósito…
Fue al oscurecer de un día de estos; de algún taller de lectura regresaba desde el norte hasta el sur cuando, de súbito, bajo la llovizna nocharniega, el volks. cremita se echó tres falsas, o sea explosiones, y luego un a modo de eructillo por la parte del mofle, y ahí murió el motor. Válgame. Yo, por activar al difunto agoté la batería; por revivirlo, la asesiné. Tiempo después, derrotado, abandoné la cucaracheta y, pajareando aquí y allá, di con el techo de la parada del autobús, de la micro, vayan ustedes a saber de qué línea y a qué rumbo incógnito pudiesen llevar. Sólo supe que el volks. me había tirado allá por el norte de la ciudad. La llovizna se convertía en un chaparrón que de chaparrón crecía hasta alcanzar la estatura de tormenta. Y allá, por un rumbo que no pudiese ubicar, el relámpago, el trueno, el rayo que sobresalta aquel remoto arrabal. Solté la carrera hasta la techumbre que parecía guarecerse, guarnecerse, como debajo de un macilento paraguas, bajo la luz del farolillo de la esquina, legaña y bostezo. Al acercarme, la voz de la barriada:
– ¿Aguaceros en pleno agosto? Qué falta de seriedad de la madre. – ¿A quién le echa madres, oiga, o a qué madre se refiere?
– A la Madre Natura, qué falta de formalidad.
– ¿Falta de formalidad, o advertencia por la forma criminal en que la maltratamos? Achaques del calentamiento global.
El cielo, trizado. “Trueno del temporal – oigo en tus quejas…”.
Y sí: bajo aquella techumbre con capacidad para unos 10 aspirantes a pasajeros cómodamente parados, se atrinchilaban alrededor de 40 humanos y uno que otro panista, todos pistojeando hacia el rumbo donde entre fumarolas de smog habría de aparecer el vehículo. Mientras tanto, esperar…
Me arrimé a la techumbre. Los que ahí aguardaban me observaron así, miren, de ganchete, a lo desconfiadón ante el arrimadizo. Yo a discretos codazos me forjé un hueco bajo el de lámina, y así me dispuse a esperar el mini, el pesero, la micro o lo que me se me apareciera por enfrente. ¿A dónde me llevaría? Sepa Dior. Lo importante era salir de aquel atolladoro. Entonces, ahí la voz del arrabal, su dejo cantadito. Dos panzones y una flaca más allá de mi flanco izquierdo: “Chinche microbús, cómo se tarda…”
El de la bufanda bicolor: “No, si ya sea ora con Ebrard como antes con el tabasqueño, esto del transporte colectivo es una tizna, ¿no?”.
– Oiga, no despotrique. ¿Tizna por qué?
– Pos por el hollín que sueltan por atrás.
– Ah, las micros…
– Las micros, las mafias de micros que las controlan o las mafias perredistas que las controlan a todas, y todas se viven soltando hollín por el hoyín. Y lo que tiznan todos…
La de los mallones: “¡Tiempo de perros!” Un perraco, cuerpecillo caliente (¡no de Nueva Izquierda!) se me untó a las zancas. En mi ánima se lo agradecí. La voz del arrabal, voz anónima: “No, si yo lo que digo: para el fregadaje todo pinta de peor, en más peor. ¿Quién nos asegura que esta lluvia no es ácida?”
El de la reata (de mecapalero): “Ora a aguantarse. ¿No andábamos de culecos con aquello de que a patadas sacar al PRI de Los Pinos? ¿No votamos por el cambio? ¡Tengan su cambio! Pero chintetes, ánimas con esa micro…
Del mercado cercano, ya cerrado a estas horas, me llegó un tufo a pudrición, coles rancias, panismo, popó de ratas –ratas comerciantes, Salinas, Sahagunes, Montieles. (Sigo el lunes.)