Medieval

Renegrida es la noche en la renegrida ciudad medieval. Aún en sus calles retumban los ecos del par de mellizos, depredadores que, peste negra,  con perros de caza y gentualla que es vómito de las prisiones han asolado la vecindad para luego continuar sus desmanes en el negocio paterno, el más reputado burdel del rumbo. Puertas remachadas, los vecinos rezan y se santiguan. Ave María…
Mírenlo ahí: frontero de la basílica y el asiento de los poderes públicos, el burdel es un ascua viva de  música, luces, licor y rameras que jinetean y son jineteadas por aventureros, marinos  y mendicantes,  penados prófugos y maleantes de toda laya. Los romeros que van adorar a la Madona se ahijan al tufo de entrepierna y calzones de holanes. Una Madona y cientos de prostitutas, la ciudad medieval…
Jura la conseja que los gemelos madre no la conocen, y tiene razón. No la conocen por más que unas leguas los separa de ella, dueña que fue  del burdel, donde sus aberraciones de toda laya  crearon  fama siniestra,  que en noches de orgía e instintos desviados la prostituta escandalizaba a perdularios y garañones. Cuando ya ningún exceso carnal satisfacía sus aberraciones, ahí la tienta el Maligno, que esa noche andaba ebrio y drogado: “Uno sólo falta por conocer tu lecho.  Anda por él. Sedúcelo”.
El cual vivía, (¿se le llama vivir?) en la medianía del desierto, recio de edad pero ya macilento a fuerza de ayunos y penitencias. A leguas de la ciudad,  en la almendra viva de una tierra muerta sobrevivía atejonado en una caverna del roquedal, a oración y ayunos. Ayunos, oración y un manojo de ortigas que troquelaba en sus lomos, en las telas del corazón una súplica: “Sólo una: la conversión de la pecatriz”. Y el golpe contra los lomos desnudos. Así estaban las cosas cuando ocurrió aquello que parecía ser el convenio de Lo Alto con El Averno.
Fue un mediodía requemado de sol. El eremita, sayal y cruz de leños en lo alto, avanzó por la tierra baldía en dirección a la ciudad y con rumbo al milagro. De la ciudad, en tanto, ahora se desprendía una ramera de gasas y tules y pechos a la descubierta. (El único que hasta hoy no conoce mi lecho…)
Y fue entonces. En la medianía del camino ramera y eremita se avistaron. En un instante de siglos observáronse de frente, hipnotizado el ermitaño con las formas ubérrimas de una ramera que se quedó pasmada ante la visión de la gracia y el olor de la santidad, y se cubría los pechos y caía de rodillas. Y fue, de rodillas, como sufrió la  acometida del macho cabrío. Jadearon, forcejearon, arañaron, desgarraron gasas; la mujer se defendía, pero no logró evitar la violación. Después, a seguir el camino en la dirección que llevaban…
Hoy día, en la cueva del roquedal, la eremita ora y se cilicia cada noche suplicando a Lo Alto la conversión del violador que regentea el burdel e incita a la depredación al par de gemelos. Porque habiendo a su tiempo parido en la cueva, el violador mandó esbirros a desgajarle del pecho al par de criaturas que hoy, ya jóvenes y sobrones, con  facinerosos, patibularios en plan de auxiliares, se aplican a saquear la ciudad y mantenerla crispada de pánico. Y ocurre, mis valedores, que bien sea el mellizo del pendón azul o el de la oriflama tricolor, en sus ataques se suelen acompañar por una jauría ladradora de chuchos a los que mantienen con las sobras del comelitón burdelero. Así, cuando menos, lo cuentan las crónicas. (Doy fe.)

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