Los dañados de su mente, mis valedores. Los paranoicos, los trémulos, los suicidas en potencia, en impotencia. Presencié cierta noche la terapia de grupo en que se aplicó la técnica denominada psicosíntesis, hoy prohibida. Los médicos, por provocar la catarsis, intoxicaban a los pacientes con varias clases de drogas, según: peyote, datura, LSD. Yo, bata blanca de enfermero, con 4 médicos y 20 angustiados me encerré aquella noche en el salón de terapia; muros sin ventanas y un óleo enorme del Cristo sufridor. Y no más.
Desgarrador espectáculo. Al peso de la medianoche los pacientes se iban desbarrancando en el hondón del delirio, y aquello era alucinar, estallar en rezos, quejidos, exabruptos. Yo, encarrujado en un rincón, me tensaba al parejo de los pacientes, me sacudía ante aquel tentalear en el muro y el súbito desplomarse del pálido aquel, el desnudarse de la que monologa como entre sueños, y el que convoca (hato de alucinados) a junta de sombras y fantasmones; la anciana que deambula de muro a muro: «mamá»; el flaco que azota y rasca los muros: «¡Reclusorio Norte!», y el de greña hirsuta que oprime una foto, la mira se arrodilla y se culimpina: «¡Mi niña criatura, quién dice que te me moriste!» Y los llantos sin lágrimas, los jadeos, los soterrados quejumbres, la bronca agresividad: «¡Tú, mi esposa puta que te he de hallar algún día…!»
Y así el que implora la vida y el que pide la muerte, y el que jadeando besa el muro y dice un nombre de varón, y esa que invoca a la dueña de todo su amor, y uno que, de rodillas, suplica al muro: «¡Opérenme, sáquenme el mal!», y el acalambrado: «Regresa mujer». Frases que en madrugada de terapia se engrifan de humano sentido. (Los médicos, tomando nota. Yo, sumido en un rincón, escarmentando en angustia ajena: «Que tú y yo nunca mujer, que siempre tú y yo…»)
Uno de aquellos me impresionó en lo vivo porque al hervor de la droga sacó de la bolsa una cartulina. Y acercándosela a los ojos pistojeaba ante el Cristo del sufridero, y aquel rechinar de dientes: «Jesús, Nazareno, ¿por qué nos odias? ¿Acaso nosotros te crucificamos?»
Me azozobré. ¿Cristo odiar? Desde el óleo, el rostro sangrante se plegaba de ojeras, se ensombrecía. El enfermo, remoliendo las frases: «¿Nos merecemos el castigo? ¿Pues qué nosotros no somos tus hijos?»
Ah, caray. De ganchete observé al enfermo, miré la cartulina la examiné con atención, y entonces (aquí han de perdonar el anacronismo): posesionado como estaba del ajeno dolor, aventé el manotazo, arrebaté la foto, me culimpiné, y moqueando jadeaba me retorcía, me acalambraba
– ¡Cristo, por qué nos aborreces!
Y el pujar y el rechinar de dientes, y fue entonces: ahí la sacudida de un doctor: «¿Y ahora usted? ¿Por qué se retuerce? ¿Retortijones, acaso?»
– ¡Cristo nos aborrece, nos echó su maldición!
– Válgame con sus desfiguras. Ya los pacientes lo sugestionaron.
– ¡Doctor, doctorcito, Cristo abomina a los mexicanos!
Y le apronté la cartulina «¡Y le restan 3 años, doctor, tres años de soportar su voz, su presencia, su salación, su militarización, sus alzas de impuestos, la H1N1 que nos inoculó!»
Lo vi, me vio, me arrebató la foto y caramba mis valedores, qué feo es ver a uno de bata, lentes y vientre de este tamaño derrumbarse, arrodillarse, poner los ojos en blanco y los brazos en cruz. «¡No la tiznes, señor!» En el lienzo. El movía su sagrada testa, como diciendo: «¿Qué, acaso yo tuve la culpa de que ustedes sean tan, pero tan…?» (Dios.)