Dr. Jeckyll y Mr. Hide

¿Conocen la fábula, mis valedores? Yo, cuando iba a imaginarlo, la escuché de labios de uno de sus protagonistas. Y aquella tristura. Y cuánto lastima tomar como propias las desdichas de los demás. (¿Escuchan en la piquera? «Porque ya creo merecerte – porque ya logré ponerte».) La crónica de los hechos, que ocurrieron en aquel callejón de barrio bajo, ya al pardear.

Cacho de acera cercana a la taberna. No lejos, variopintos reclamos de los buscavidas: jugos, tacos, se visten niños Dios. Masajes y similares. Llame, nosotras vamos.

Yo estoy a las puertas de la piquera de airoso título: «Acá pulquito, botanas de chilacayote». Recargados en el muro de la piquera, él y yo: «Gracias, mi valedor. Salucita». Cacarizo, el muro, tatuajes y costurones: «Maras». No anunciar. Te amo, Cosita. Puto yo (ájale) y, grosero dibujo del crayón, los sexos cual sañudos escorpiones, que dijera el poeta «Gracias, me vino a resucitar».

Con un eructo me lo agradece. El segundo amamantón, de náufrago. Alagartado en la banqueta el teporochón (miseria, soledad, mugre químicamente pura) chupetea el titán de grosella que le acabo de ofertar, y cuyo fuerte sabor ha rebajado con alcohol del 96. Se desatora del gollete, y aquel remedo de sonrisa, mueca desmolada.

– Qué a toda madre es la vida cuando es vida de a de veras, ¿no, mi señor?

Lo observo: cedió el temblor de las manos. Entre pitaña y arrugas los ojillos rebrillan, y tales rasgos faciales macerados de tiempo, soledad, vida arrastrada «¿Me permite?» Otro amamantón, luego el regüeldo, el humito del tabaco, el carraspeo, el escupitajo. «Cuidado, sesgúese o se lo estampo».

Me lo estampó. «No se preocupe», le digo. Y venga un chupete más. «¿Y su familia, señor?», le pregunto.

– ¿Familia? ¿Y eso qué es? No, mire, aquí donde me ve, yo soy solo y mi alma en el mundo. Padre no conocí, y eso que fueron tantos. Madre no tengo ni siquiera para que me la mienten ¿Un hijo mío, para el apellido? Nada. De mí quién se duele, de mí quién pregunta si vivo o muero. Si me muero quién me llora. Vida, madrastra de desdichados…

Su briaga autocompasión. Pues sí, pero algo me reblandece acá adentro. Se contrista el espíritu, se fruncen las telas del corazón. Hago el impulso de apretar esa mano y darle a entender que donde hay hombres no mueren hombres, pero un cierto pudor…

– Aquí donde me ve, a mí también me parió una madre. De no creerse, ¿verdad?

A lo lejos el largo son de una locomotora que rompe en adioses, y ojos que te vieron ir. (Silbato camotero, perdón.) Aquí, en la entraña del arrabal, perracos y hedores, bandazos de viento que desparrama tristuras de amor, y esos dolorimientos. «Para darte tres regalos…» (Pienso en ti, mi única, ausente para nunca más.)

– Pero a mí la que me vino echando a la vida airada fue una decepción.

Suspiré. No me quedó otro remedio. Mi Nallieli. «Entiendo, sí. Una hembra que se le ausentó».

– ¿Una qué? No mame. A mí las hembras pa esto, mire.

El ademán procaz; el desdén misógino.

– Fue por un amigo la decepción. Un amigo nomás, pero el que es todo, y tantito más, un mundo de punta a punta; ese amigo que Dios nos dio aquel día en que amaneció de buenas y sin rastro de cruda. El amigo que viene a ser cómplice, hermano, paño de lágrimas. La otra mitad de uno mismo, para que me entienda; uno mismo con otro cuero, que dijo aquél. Mi amigo, nomás mi amigo. Dios…

Y el goterón, que se trasmina en los pitañosos, y el apalancón a un titán ya en las últimas. Un súbito clamor de parturienta primeriza la ambulancia, que lleva en su vientre a algún desdichado que cayó en su momento de mala fortuna. En los bandazos de viento la voz en brama «Ay, quiéreme…». El del vicio besó el gollete.

Sorbió. A la pitaña había asomado el lagrimón Ahora esos escurrimientos. «¿Sabe? El amigo pasó a mejor vida. Salucita».

– Mi pésame, señor. ¿Cuánto hace que falleció su amigo?

– Ni se me murió ni se ha muerto, el muy cabrón. (Y a soltar broncas palabras mal amansadas.)

Y fue ahí, mis valedores, donde escuché la fábula del Dr. Jeckyll y Mr. Hide, pero en contracanto, al revés de como la cuenta Stevenson. «El hijo de buda pasó a mejor vida pero ni se murió. Ora que para mí, mire: como si estuviera dos metros abajo. (La remembranza, el meneo de testa) El que fue mi amigo, qué tiempos…»

En la bocacalle el rechinido de frenos. Furioso, el claxon dejó ir sus cinco toques, como Dios manda. «Con ése las borracheras eran un puro contentamiento, regocijamiento del primer trago a la cruda. Porque aquí donde me ve, yo con mi amigo conocí tiempos mejores. Yo y él, los dos. Fue entonces cuando nos dimos a la buena vida».

– La vida en familia

–  ¿En familia? No mame. ¿No? (Hasta mañana)

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