Capón

El ignorante vive en un mundo supersticioso, poblándolo de absurdos y temores y de vanas esperanzas. Es crédulo como el salvaje y el niño…

Hasta los viles terrenos de la superstición; hasta ese grado me manipula la tía Conchis, conserje del edificio. Hace unos días me hizo llevarla en el volks hasta por allá, por la basílica, donde estafa a los cándidos una tal hermana Máxima, doctora en temas científicos como el mal de amores, la salación y el mal de ojo. Tras de aguardar con otros ingenuos (la anciana tejiendo) en una sala de espera olorosa a sándalo, sobaquina y entrepierna: «Su turno, hermana. Por aquí. Cuidao con la cortina, no me la acabe de rasgar». (Terciopelo viejo. Dividía consultorio y sala de espera.)

Y que el bigotón se baje los chonchines y se me ponga en cuatro, y que no, que el salado es otro, y que una limpia a control remoto. «Sí, hermana, pero necesito la foto».

La tía Conchis fue desenrollando aquella cartulina que, sostenida a la altura del cuello, le alcanzó a cubrir desde el pecho hasta las zapatillas. Juan Diego de chal y tubos en la cabeza, la presentó ante la Zumárraga de batón. «¿Esta le servirá?» El mapa de mi país, válgame. La vidente lo extendió sobre una mesita y le prendió cuatro veladoras. «Me sirve procedamos a proceder».

Vi ahí, tendida en actitud de convaleciente, a mi patria: impecable y diamantina inaccesible al deshonor, forjada a golpes de marro en la fragua de una historia que ha sido de heroísmos y traiciones, de sangre y rapacidad, a la que unos dan brillo y otros opacidad. «Pero hermana, ¿la tenías en el gallinero?»

Una patria toda tiznada jaspe de manchas rojizas aquí y allá y dondequiera cacarruñas de mosca y ratón. Tufillo acedo. Me dio una lástima. Me di una lástima…

– Te conjuro, éter etéreo: chúpale sus malas vibras y karma negativo.

Mirando mi país tan emporcado sentí que de cuera adentro algo me ardía me hervía se me anudaba se me quería alebrestar. Y este picor en los ojos, y un impulso de acometer, de romper algo, de no seguir de agachón. Por calmarme y disimular desvié la vista y (empañadas pupilas, empeñadas en no lloriquear) observé el jonuco: signos del zodíaco en los muros, en el techo estrellitas de papel dorado y un macho cabrío olfateándoselo a una Venus de barrio bravo. ¡Y que de repente me llega la revelación! Pensé en ese que ensució mi país. «Espere, hermana. ¿Sus poderes mágicos podrían transferir toda la suciedad del mapa al retrato de un individuo?»

– Podría. El arcano todo lo puede ¿De tu chava la foto, del sancho? Ora que el maleficio te va a salir medio carón. Yo cobro según el tanto de las agujas.

Trajo un alfiletero. «La foto, hermano». Yo, de casualidad (gracias al cielo) traía enrollado en la bolsa de atrás el matutino donde vine sentado en el volks. Aún con la huella de mis dos (sanitas, no como las de la Ale Guzmán), se lo mostré. «¿Le servirá esta?»

Ájale. Al encuerar la foto la hermana Máxima reculó, los astros de papel cayeron al suelo, la cortina se acabó de rasgar y el de 60 watts se estremeció, se fundió, y qué olor a corto circuito y cable quemado. En la penumbra «¿Dónde el primer arponazo, hermano?»

Por media testa «¡Por su torpeza como político improvisado!» Y rájale. «Otra en pleno pescuezo, porque de un Estado laico hizo la sacristía del Verbo Encarnado!» Y ándenle, que entre jeta y jeta la hermana Máxima: «¡Por el aumento al IVA, carbón!»

– Oiga que yo no ordené ese piquete.

– Este fue por mi cuenta – Jadeaba al igual que yo. «¡Por el aumento en la canasta básica!» Jadeando, la tía Conchis tomó vuelo, y la aguja en los costillares: «¡Por el cachirul del 2 de julio, carbón! ¡Viva el presidente legítimo!»

En estampida los de la sala de espera se dejaron venir, y a jadear y linchar. La del suéter magenta «¡Esta va por las criaturas que en la guardería mató tu parienta!» Y el pinchazo en pleno corazón «¡El pinchazo, con la Iniciativa Mérida, sigue entregando México al gringo!» Y directo al ombligo. Grotescos, en la penumbra los rasgos del rostro se iban alterando, deformándose a piquetes, y se tornaban ridículos, y ya parecía que intentaba llorar, pujar, ir al bañito. «¡Ábranla! Traigo la mía bien templada en la mano!»

Ájale. Nos hicimos a un lado. Ah, aguja de arria de coser costales. «¿Conque presidente del empleo? ¿Conque ibas a bajar los impuestos, méndigo?» Y hasta la empuñadura «¡Cancha!» La vejancona «¡Mi hijo está entre los 44 mil electricistas que sin tentártelo, el corazón, acabas de echar a la calle, jijo de tu mal dormir!» Y ándenle, en plena entrepierna, que al pobrecillo lo dejó capón. Y cómo no, si la suerte suprema se la echó con la aguja de tejer. Entonces… (Acabóse la cancha sigo después.)

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