iAy, mis hijos..!

A Tonantzin me referí ayer, y a sus sucesivos maridos. Ella apenas doncella y aún tiernas las telas del corazón, se vio impelida a derramar lágrimas ardorosas ante la cobardía del primero de ellos, un tal Moctezuma II, que se arrugó ante la cáfila de fuereños que vinieron a agredirla en su propia casa: saqueo y violación. Gacha la testa, el marido aguantando…

Iba a llegar después cierto cojo jacarandosos que entre palenque, garito y gallera el muy baquetón malbarató algunos terrenos que Tonantzin poseía allá por los rumbos del norte. No se reponía de los destrozos que le ocasionó el vendedor de bienes raíces cuando en eso el mal fario, la mala sombra…

Porque entonces le iba a tocar en suerte, muy mala suerte, un matancero de oficio, tablajero del rastro municipal. Y fue así como iba a ocurrir un mal día en la Plaza de Tlatetolco…

Dos de octubre, ya al pardear. En el departamento de abajo la música de orquesta gringa, a todo volumen, se apesta a mariguana y ron. El tufo sube hasta acá, el depto. 402, donde la señora Tonantzin, descalza, trapea el linolium del piso y piensa al trapear: «mi marido no vino a comer. ¿Problemas en su trabajo?».

Y trapea, trapea, y al trapear bambolea unas carnes enflaquecidas, envejecidas. En el depto. vecino el bolero romántico: «Como un rayito de luna entre la selva escondido…» Allá, abajo, la gran explanada de Tlatelolco que llaman Plaza de las Tres Culturas se va llenando de jóvenes en hervor. Gritan desde los altoparlantes. Tonantzin, cabellos alborotados, sigue trapeando…

Y oscureció, y allá abajo cesó del todo el estrépito. Un silencio aplastante se aplana sobre la explanada De repente, en la puerta de entrada del 402:

– Mi vida, ¿qué hay de cenar? ¿Moronga, que tanto me gusta?

Ella observa al marido. La greña, en desorden; torcida la corbata; manchas rojizas en las manos. Alguna dificultad

– Nada serio, mi amor. Tus chamacos, esos broncudos, que se me quisieron insubordinar. Nada serio. Tres cachetadas, y los pude apaciguar. ¿Qué tienes de cenar, mujer divina?

Tonantzin se asoma por la ventana. En el rostro, la tufarada de sangre caliente. Agacha la testa; en los labios un vivo temblor. Va a la cocina, y entre el chirriar de la sangre guisada con aceite y cebolla suelta el hilo de las lágrimas, y entre sollozos entre sí decía: «Esta punzada en el lado cordial. Que no vaya a ser lo que sospecho, tocayita del Tepeyac.

Una campanada a lo lejos. Ese bandazo de viento metió por la ventana tufos diversos: de azufre, de pólvora, de llanto recién llorado. ¿O son de la propia Tonantzin, que llora de pupilas adentro? A saber…

Es media noche. Mientras el matancero dientón ronca en el catre, Tonantzin, insomne, vaga por la explanada. En la noche de Anáhuac la mujer, ánima en pena, cabello suelto y ojos de fiebre, clama, dolorido clamor:

– ¡Ay, mis hijos…!

México, agosto del 2009. Despacho de abogados.

– A ver, señora, cálmese. Sí, entiendo que le urge el divorcio, ¿pero por qué se quiere separar de su marido?

– Marido… a cualquier redrojillo le llaman marido…

Flaca, avejentada, mechón de canas en la frente y en los labios un leve temblor. «Ya no puedo hacer vida de casada, si la de casada es vida, licenciado. Uno tras otro todos han terminado por practicar conmigo el robo y la violación. El que no me salió ladrón me resultó asesino».

– Bueno, sí, pero de su marido actual, señora Tonantzin…

– El peor de todos, aunque por ese no me siento tan culpable porque haiga sido como haiga sido me lo enjaretaron la tele, las sotanas y los grandes capitales. Pero una no escarmienta, porque antes del actual, ¿pues no me volví a ilusionar, licenciado? ¿No me casé una vez más? Alto él, fortachón, decidor y plantoso, me envolvió con su labia, y soltera anochecí y amanecí con marido. ¿Fuerte, honrado y recio de carácter? ¡Un vil mandilón, licenciado, un zafio que me puso en vergüenza delante del mundo, y tan pícaro e inescrupuloso con mis joyitas como cualquier Salinas! ¿Pues no lo enganchó por ahí alguna ofrecida de las que nunca faltan y siempre salen sobrando? Esa se aprovechó del babotas y le sorbió los esos (los sesos, quise decir), y con sus aborrecibles críos saqueó mi casa y todos se enriquecieron a mis costillas.

– Con un marido así comprendo que se quiera divorciar.

– No, si a ese ya lo largué. De quien vengo a divorciarme es del actual, uno chaparrito, jetoncito, el peorcito de todos. ¿Se imagina usted un…?

(Seguiré con el tema)

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