Sancho Panza, gobierno

Un día de aquellos me lo fui a topar por ahí de la media tarde, ya al pardear, en la medianía del páramo castellano. Lo observé de reojo, y qué derrengado, qué mala traza la suya. Su aspecto desmejorado, pensé, culpa es del zafio humor de los payos que lo tuvieron a yerbas y agua en los días del fingido gobierno. Ah, el grueso humor de los necios…

Y es que ciertos duques, por hacer burla de él, fingieron ponerlo en serio como gobernante en la Barataria, donde el escudero de Don Quijote fue objeto de chanzas, burletas, donaires y malas bromas de los lugareños, que estaban en el secreto. Ahora Sancho venía, solo y su alma, por los campos de Montiel…
– ¿Montiel? ¿Estos campos también son de ese sinvergüenza? ¿Hasta acá llegan sus raterías? ¿Pues cuántas residencias, terrenos y euros se ha robado ese ladrón? ¿En qué reclusorio purga sus crímenes semejante corrupto?

Tragué saliva y agaché la cabeza. Cómo decirle que en mi región las cárceles están atascadas de inocentes y raterillos, no de bandidos del calibre de los Salinas, Sahagún, Fox, Hank, Montiel, alcahuetes Peña Nieto y regentes de hornos crematorios familiares de Bours y Margarita Zavala. Cómo decírselo sin que del susto y la pura vergüenza a la Justicia se le cayera la venda de los ojos.

Por los campos de Castilla encontré al escudero. Lo atraje con suavidad, lo senté a la vera de la vereda, le ofrecí un cacho de queso con agua del manantial. «Qué bueno que les largó su gubernatura», pensé al verlo tan derrengado, sobre todo del ánimo.

No renuncié. De mala manera me echaron de la ínsula (mascaba con avidez). «Mal fario el mío, que allá o con mi don Qui­jote, da igual: mojicones, garrotazos, malpasadas, manteadas, algunas de manta y otras de madre. La bendita Barataria…»
Suspiró, y aquellas largas, amorosas miradas en dirección de la ínsula que se columbraba allá, en la purísima lejanía «No le fue benigno el gobierno, por lo que veo», me atreví a opinar.

Y cómo iba a serlo, si todo fue llegar yo a la Barataria y los payos a burlarse de mí, yo ajeno a semejante conjura. Un voleo de campanas fue el recibimiento, y un soplar de chirimías y badajear de tambores la fiesta de bienvenida. En fingido triunfo me condujeron hasta el sillón donde a lo solemne me invistieron de gobernador. Y a impartir la Justicia.
– ¿Usted? – no pude sofrenar la indiscreción, qué pena.

– Yo, sí. Varón completo, las vergüenzas en su lugar y acostumbrado a pastorear hatos de cabras y uno que otro cabrón ¿Algo más se precisa para impartir Justicia? (Un trago de agua.)
La Justicia. Que el asiento del gobierno aún sin tibiar, los payos presentaron a Sancho los casos que ameritaban Jus­ticia: viudas en entredicho, mozas garridas en pleitos de honra, vecinos que se querellan por piezas de oro. He ahí al escudero inmortal, meneando la vara de la Justicia y absolviendo a éste y condenando a aquél mientras desenreda trampo­sas querellas y nutre a los lugareños con el fruto dulcísimo de la Justicia, sustento de espíritus.

En esas llegó la noche, y Sancho se disponía a la merienda reparadora y el lecho no reparador, que iba a dormir solo, cuando en eso, la huida.

– ¿Huida yo? Ricos y curas me echaron de la ínsula. Que por alebrestar a los payos con la Justicia. Que los preferían como deben ser: dóciles y pasivos. Marioneta de curas y ricachones, cierto individuo mediocre azuzó en mi contra a las masas, que en amagos de linchamiento me arrojaron de la ínsula con la pena de la vida si osaba volver. Pero qué quiere, aprendí a amar esa tierra, a su gente (Pupilas húmedas en aquella dirección). Volví a escondidas. Y Virgen de los Siete Puñales, huí. Un dolor impotente. Qué miseria de lugar…

– Paupérrima la Barataria.
– Riquísima bosques, aguas, buenas tierras, petróleo y vetas preñadas de metal. Pero curas y ricos, por seguir manejando el poder, impusieron a su títere en el gobierno, y santo Dios: a mí los payos, de bromas, me tuvieron a frutillas y agua, pero a ellos, de veras, les escasean las frutillas, y el agua se la racionan.

Y que hoy día el de la ínsula se alimenta de yerbas y esperanzas. Antes, las tunas ya limpias de espinas. Hoy, las espinas ya limpias de tunas. Antes, capones en la comida; hoy, capones, los paisas se contentan con renegar, e-xi-gir y forjarle al pelele mega-marchitas. «Grábese esto: los pueblos que en su dieta alimenticia no tienen el tino de incluir huevos acaban sobreviviendo a puras yerbas, y a puras yerbas ya cuáles huevos. ¿Entendido, bigotón?

Nomás me quedé pensando. Me palpé, por las dudas, y… (Válgame)

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