Gótica

Noche cerrada Desde una rendija de mi ventana y el crucifijo en la diestra contemplo la tormenta que se derrumba sobre el caserío y azota la montaña rocosa en cuya cresta y a la luz intermitente de los relámpagos se me aparece la silueta de La Mansión. Los lugareños, apagadas las antorchas por la fuerza del aguacero, bajan en estampida Imagino su rostro lívido, todavía en el trance de la enajenación colectiva que produce el linchamiento…

Pero no, que la ceremonia de esta noche embrujada no fue la de la aniquilación, sino la que infundió vida grotesca a un engendro de la tenebra cuyos restos se resecaban en La Mansión. Yo, sartales de ajos en mi ventana observo a los oficiantes del rito nefando mientras se escurren por las callejas y se esfuman detrás de puertas y pasadizos. Ya tendrán tiempo de arrepentirse…

La tormenta en todo su rigor. Yo, en el filo del espanto, me encomiendo al cielo mientras remacho las hojas de mi ventana. A oscuras en la habitación reflexiono sobre el destino de los pueblos débiles. En el de esta aldea por ejemplo, que visité por primera vez en los años en que yo, enterizo de edad y carácter, con mi natural de viajero irredento y cronista de ocasión descendí hasta la almendra del horror; en esta aldea que desde tiempos inmemoria­les padeció la maldición del engendro de la tenebra. Pero, repito, destino de pueblos débiles: perdida la memoria esta noche ha ocurrido lo peor para una población de insensatos.

La pesadilla se había apoderado de todas las noches del pueblo; el engendro vivía una vida aberrante que extraía de la sangre de cuanto despistado que a deshoras de la noche y entre alaridos caía víctima del depredador. Los sobrevivientes, el crucifijo y las sartas de ajos, se atejonaban en el rincón de la casa la invocación religiosa en una boca amarga de bilis desparramada Y es así como la aldea iba raleando de lugareños, que huían sin volver la mirada Yo entre ellos, cuando perdí a mi única que me se había empeñado en acompañarme en la aventura insensata Aquella noche, al volver yo de revisar cier­tos viejos libracos del boticario, mi única me dejó a modo de recuerdo su alarido y un amado despojo vaciado de sangre. Hui.

Pero a la vuelta de los tiempos necesitaba visitar una tumba Viajero imprudente, investigador empedernido, con mi maleta de cuero negro llegué aquella noche de hace un par de semanas y me instalé en la única posada del pueblo que se recuesta al pie del crestón de rocas. Otro de mis propósitos: recoger no la crónica de la destrucción colectiva del malparido, que no sobrevivía en la memoria colectiva, sino escuchar de los viejos aquello que en la desmemoria de los payos había sobrevivido de la pesadilla; la «conseja» de cierto monstruo que años atrás hiciera de La Mansión su cubil. En la amnesia de los payos se había diluido semejante amenaza. Destino de pueblos débiles.

Fue así como había yo vuelto y cómo pasé en el poblado, solo y mi alma la pri­mera de una docena y media de noches. Muy temprano al día siguiente visitaría a mi única en el cementerio. ¿Quién de los dos se sentiría más solo…?

Era ya noche cerrada cuando de pie frente a la ventana de un cuarto a oscuras, de alguna forma encontré valor para descorrer la cortina unos cuantos centímetros. Allá, un renegrido firmamento que se estriñe, se constriñe de nubarrones preñados de tormenta que acechan un caserío que duerme, placidez de la inconsciencia con puertas y ventanas abiertas de par en par. Semejante calor, que empapa las ropas, las carnes, y una paz engañosa y una irresponsable placidez. Miré a lo lejos la silueta del crestón de roca y al borde del precipicio aquella edificación sombría La Mansión y supe de cierto que ya el poblado habitaba en su paz aunque no hacía más de una década que, macizos de corazón, esos mismos lugareños habían aniquilado al demonio de la tenebra. Yo, a contracorriente de la creencia popular, afirmo: qué fácil, para los pueblos, es olvidar, qué difícil les resulta conservar la memoria…

En el caserío desparramado en el valle, el tranquilo latir de los payos. Y pensar que esos que duermen, me dije, acaban de vivir un día más, como tantos, donde se ejerció la rutina y que al inicio de la noche y al amor del ánfora resonó en la plaza el pespuntear de cuerdas en contrapunto de panderetas y coplas donde se mentaron olvido y amor. Como al acecho allá, en espinazo del crestón, un vago fulgor de fuego fatuo cargado de electricidad: La Mansión. Eso, la noche de mi llegada Cuándo iba a imaginar que noches más tarde… (Mañana)

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