Aun los muchachos me menospreciaron. – Al levantarme hablaban contra mi. -Mi piel y mi carne se pegaron a mis huesos, – y he escapado con sólo la piel de mis dientes…
A los entenados de la fortuna me referí ayer, lamentando la mala fortuna de los tales abatidos que en su desvalimiento se duelen con Job: «porque antes que mi pan viene mi suspiro». Conté a ustedes cómo en aquella ocasión, a la salida del metro, de repente ahí, en la orilla del arroyo (vehicular), el desdichado aquel derribado entre esputos y basurillas.
De reojo lo observé: sucio, astroso, venido a menos, en total desvalimiento. Hacerme el desentendido y seguir mi camino, mi primer impulso; pero no, que pudo más la humana compasión y la certidumbre de que ambos, él y yo, somos víctimas del mismo depredador. Le tendí la mano. ¿Pues qué, el redrojillo este no era, él también, como todo el pobrerío y toda la indigencia de este país, una víctima inerme de esos tecnócratas reaccionarios que medran en la almendra de la injusticia y la insensibilidad? ¿No es, él también, víctima directa de un Sistema de poder que conjunta medro e ineptitud que, como los crudelísimos malparidos de cualquier signo y símbolo politiquero, pura pobreza y miseria pura nos han legado a modo de heredad, que bien pudiésemos decir con los dolientes mexhicas que cayeron, manchón de plumas y cuajarones de sangre, ante la pólvora del conquistador y la maza de sus aliados aborígenes:
«Y era mi herencia una red de agujeros». En fin.
Fue entonces, mis valedores, cuando me hice el ánimo y venciendo la repugnancia me incliné ante el desdichado, le tendí mi diestra y lo alcé del arroyo (vehicular). De ahí lo traje a mi propia casa y frente a mí permanece mientras tecleo esto que ustedes están leyendo. Lo observo de reojo y en su abandono total me parece percibirle una sonrisilla de agradecimiento, y aquí un mensaje al altísimo autor de la fabulilla (la parábola) del Buen samaritano. Señor:
Tú bien sabes que éste al que rescaté de la media calle nada vale, como tampoco la acción de ponerlo a salvo de micros, metrobuses y tolerados. Pero, Señor, si algo de mérito le ve tu misericordia a mi acción, ¿a mí y al que rescaté nos darás a valer algún día? ¿Nos darás sapiencia, voluntad y valor para nosotros darnos a valer, que es a quienes corresponde?
A mí me auxiliaste cuando desempleado en la radio (a medias, que me agenciaste un espacio para el ejercicio de mi periodismo, pero sin sueldo. Tres años.). ¿Y a éste cuando, Señor? Él es también una víctima inocente de los descastados proyankis que cargan encima la maldita aspiración de portorriqueños de segunda, gringos de cuarta.
¿Que exagero? Señor ¿qué resta del México de tu madre guadalupana después de que semejantes mediocres, al son del «haiga sido como haiga sido», se apoderaron de mi país, y sañudamente lo enajenan al gringo? ¿No lo han degenerado, no lo han desnaturalizado hasta convertirlo en una segunda versión de Fatfurrias, Texas? Y si no, ¿cómo viven, en qué piensan y en qué lenguaje se expresan, si no es en el del dólar…?
¿Castigo a los tales? ¿Cómo, si en México no se cría la justicia? ¿Te dicen algo los apellidos Bribiesca, Salinas, Montiel, Sahagún, Fox, Gómez del Campo? ¿Conoces, por contras, el caso de Ignacio del Valle, defensor de su tierra de Atenco, sentenciado a un siglo, seis años y seis meses de reclusión en una prisión de alta seguridad, y ahora con su casa en peligro de remate porque con ella se van a pagar 150 mil pesitos que gastaron en un proceso electoral donde brilló la justicia? ¿Estás enterado, Señor, de lo que en cuanto a justicia sucede en México? ¿Por qué de justicia no le preguntas detalles a las 48 criaturas que te acaban de mandar Bours y la Gómez del Campo…?
La justicia. Miré al ñengo, encanijado, atacado de avitaminosis, y pensé en el culpable de tal postración Entonces me alcé, y la rabia entre lengua y encías, grité: «¡Toda la culpa es de 110 millones de pasivos y dependientes porque permitimos que todavía a estas horas continúe en Los Pinos el benemérito del Verbo Encarnado, Calderón!
¡Calderón! Y excesos de una imaginación atorrenciada Al grito de ¡Calderón! Me pareció que el devaluado al que rescaté empalidecía y le acometía un leve temblor. Pobres tú y yo, pesito mexicano que recogí a la salida del metro. (México.)