Misericordia

¿Por qué se da vida a los de ánimo en amargura? Y es que antes que mi pan viene mi suspiro, y mis gemidos corren como aguas…

Los indigentes, mis valedores. Los entenados de la fortuna, esos desventurados que, a lo desvalido, van rodando sin rumbo y sin asidero, repitiendo con Job su clamor lamentoso, por más que al personaje no lo conozcan ni su humana desdicha Los menesterosos…

Para esos la humana compasión y el valimiento del Centro de acopio de El Valedor, que tantos de ustedes mantienen vivo y actuante, siempre atenidos a la exhortación de Jesús el sabio: «Sean compasivos como su Padre lo es». Esa es la almendra de su humanismo, que ilustra a cabalidad con una de sus soberbias fabulillas (parábolas, más propiamente). Relean, si no, la de El buen samaritano, aquel que a diferencia y ante la indiferencia y la impiedad de sacerdotes y fariseos, viendo al herido derribado a la vera del camino que conduce al templo fue movido a misericordia, «y llegándose a él vendó sus heridas, echándoles aceite y vino».

– Haz tú lo mismo, aconseja Jesús al aturdido que lo interrogaba: «¿Quién es mi prójimo?» Y aun a poco andar, la requisitoria contra todo creyente: «¿Por qué me llaman Señor, Señor, y no hacen lo que digo…?”

Pero en fin, que ni es este el sermón dominical ni tampoco es el tiempo ni el lugar para la predicción, sino para el ejemplo. Porque han de saber ustedes que a un desdichado asaltaron y acaban de herir hasta darlo por muerto, y cierto samaritano de pacotilla, cuya identidad conocerán enseguida, le tendió la mano y, alzándolo del suelo donde yacía a medio morir, lo llevó consigo y le dio valimiento. La crónica:

Ocurrió que el día señalado caminaba yo a media mañana por la banqueta de Cádiz en dirección a mi depto. cuando mis ojos miraron al desdichado caído ahí, en mitad del arroyo (vehicular), entre basura y escupitajos. Desconfiadón, receloso, ya me disponía a seguir mi camino, pero un no sé qué me detuvo, y entonces me incliné y le tendí la mano (que a la hora de mi muerte, Señor, me lo tomes en cuenta…)

Pero un momento, mis valedores: esto de que la desdicha se me atraviese no es inusual espectáculo en esta ruda ciudad que entre tantos humanos hemos terminado por deshumanizar. Hace días, en plena estación del metro, aquel muchachejo tirado en pleno cemento, encementado él que hagan de cuenta un cadáver al que los viandantes, apresurados rumbo a rumbos imprecisos, ignoraban o fingían ignorar. Yo también seguí mi camino, lástima

Días más tarde aquella mujer (¿enferma drogada?) ahí, a media acera. Desde una remota eternidad me miraron sus ojos, y aun intentó un amago de pedimento, una mueca de dolencia Yo, egoísta de miércoles -¿o sería jueves?-, apresuré el paso, qué poca la mía

Ahora sin embargo, sucedía el caso del tercer desdichado, lo que me llevó a la reflexión: Jesús, el sabio de la parábola le apronta a este samaritano renuente una tercera oportunidad, y no voy a desperdiciarla. Fue así como me frené, me detuve frente a aquel desventurado que, derribado entre esputos y basurillas, se encontraba en peligro inminente de que un cuatro cilindros se lo antellevara entre las sellomáticas.

Y ahí el humano egoísmo: mi primer impulso había sido huir; por qué iba a ser yo el que le diera valimiento. Y yo por qué, como dijo Zaratustra (¿o sería un tal Fox?). Que otro haga el esfuerzo de mirar por ése. Ah, el humano egotismo, como le llama Paz para diferenciarlo de un egoísmo legítimo. Pero algo acá, muy adentro, me había obligado a detenerme, y entonces…

Me puse a mirarlo; un buen rato me quedé observándolo y Dios, qué espectáculo: todo sucio y astroso lo vi, un ente venido a menos y en total desvalimiento, marginado de todos, despreciado; un Job sin siguiera el consuelo del clamor desgarrado ni el alivio de Bildad, EIifaz y el otro o los otros dos amigos, lástima.

Ya extendía el brazo y abría mi dies­tra cuando dudé. ¿Tenderle esta mi mano, limpia hasta hoy de todo contagio? El asco me detuvo el ademán, pero un momento: acercarse a Job cuando todo era prosperidad y tiempos bonancibles, qué mérito. Pero ofrecer mi mano al ahora leproso, apestado, purulentoso y huérfano de todo asomo de valía; aquella sí sería una acción de algún mérito. Porque en verdad les digo, mis valedores…

(Se los digo mañana)

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