A la memoria de don Juan

(Muerto hace algunos ayeres, mi padre está hoy más vivo que nunca.)

Cuatro días hace que ustedes, mis valedores, festejaron a su padre y de alguna forma le manifestaron su amor. Yo permanecía huérfano por los cuatro costados, y ni aunque padre tuviera, que para mis afectos nunca me atengo al calendario de festejos que impone el comercio transnacional. Pero sucede que hoy es 24 de junio y es día de San Juan. Como don Juan mi padre…

Y por si en el hogar de alguno de ustedes sobrevive algún Juan (que ya a los nuevos me los adulteraron de John, Johann, Ivan, Johannes y Johnathan, aunque de todas maneras Juan te llamas), va el recadillo que en su ausencia definitiva envié a Juan mi padre, y que algo podrá decir a alguno de ustedes.

«Usted que es como la patria inaccesible al deshonor, y de quien se aprende (con el ejemplo) valores de los que norman la humana conducta: justicia, verdad, libertad, amasijo que da sustancia a la varonía Porque usted fue (es) decencia dignidad y humanitarismo en todos sus actos de cada día. Porque tan comprensivo fue para con los demás como severo con usted mismo. Porque valedor lo fue de todos, y generosidad y humanismo y misericordia en el trance  en que hay que abrirse las telas del corazón. Filósofo de lo fugaz, del fatalismo suave y sin estridencias, usted se mantuvo tan ajeno al ruiderío como aledaño de la sonrisa y el buen humor. El pudor y el decoro, la vergüenza y la dignidad padre Juan.

Digo padre Juan y miro de ojos adentro a tal varón de virtudes, pura reciedumbre y verticalidad, y una conciencia que en la humana conducta sólo un par de colores distingue: el blanco y el negro, sin más; el de la dignidad y el de su contraparte; sin medias tintas y sin matices, sin disculpas ni tartufismos. Sin más. Miro esos ojos donde se columbran, machihembrados, mansedumbre y rebeldía, severidad y comprensión, la tolerancia, la gravedad y el humor juguetón, como también una que otra lagrimilla de las enjundiosas, todo a su hora. Porque claro, usted tiene el don de las lágrimas, y ese don me lo enseñó a practicar con mesura; con decoro, aclaro; con claro decoro. Mis valedores:

Zapatero de nacimiento, o casi, don Juan fue cristiano en el mejor, en el único sentido del vocablo, el de la obra de amor a sus semejantes; religioso y creyente fue, pero sin fanatismos, sin sectarismos, sin dogmatismos, y tan respetuoso del ajeno derecho, la disensión y la disidencia como de lo propio y natural. Mi padre, filósofo sin tratados de filosofía antes de echarme su bendición porque la vida nos separaba me dijo cosas: que si habrá que volar sobre el vocerío y la estridencia y volar  tan alto como lo acepten las fuerzas; que apartar de sí la quincalla y moldear el espíritu; que, rebelde a toda mediocridad, «álzate, vuélvete pura ánima y después de encomendarte a Dios, el tuyo; sé siempre varón a los ojos de tu conciencia tu único juez». Y me echó encima su bendición, y con ella (sé que alguno me va a entender) me tornó indestructible, invulnerable con su bendición. La de don Juan, mi padre…

Óigame, usted que me hablaba quedo y sonreía frente a mi zozobra lo miro todo el tiempo, y de tarde en tarde frente a mi paz interior, cuando emparejo mis hechos a mis proclamas. Lo tengo enfrente, donde quiera que estemos usted y yo, y sonríe, y sé entonces que para mí nada está perdido. Eso es todo, padre Juan. Con mi amor, el testimonio: usted es la sabiduría que encamina el consejo que guía la ponderación que sosiega el ejemplo que incita, la ausente presencia que sanciona mis actos y el impulso para poner la proa hacia esa estrella inasible. La conciencia de mi conciencia Usted, padre…

Muy cierto, señor; ya lo veo, incómo­do, menear la cabeza Decirle esto que le digo salía sobrando, y en público, más; pero es que hablando de padres e hijos aún me ataca la náusea al recordar el servilismo de aquél untuoso pico de oro que hace años acabó llevándose a una vecina de nuestro Jalpa Mineral. ¿Se acuerda, padre, de un tal Martínez Domínguez, él sí muerto irremediable? Ah, pues el adulón, por congraciarse y granjear favores del entonces López Portillo clamó a los vientos, el muy lambiscón:

«Su corbata negra que no se aparta de su pecho, es culto permanente a su origen: a su padre y amigo. México sabe que quien profesa esa cálida religión de la vida, puede llevar como lleva usted en el mismo pecho, la corbata negra y la banda tricolor…»

Oiga eso, padre. Sonría mueva su testa y luego póngase adusto. Ya le oigo esa voz callada de filósofo de lo pasajero y fugaz: «Los políticos, mi hijo. Ah, los políticos». Don Juan mi padre (A su memoria)

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