Pre-infarto

Pero ya todo volvió a la normalidad. Los hechos.

Todo ocurrió después del crepúsculo en el parque público de aquí a la vuelta, a esa hora parda de entre dos luces en que los espíritus de la noche, en brama, se echan sobre una postrera claridad que apenas libra el acoso brincando el cresterío del poniente, y hasta otro día Yo, pistojeando bajo el farolillo de amarillenta luz, leía en el vespertino:

«Asesinados 37 periodistas en México en 1995-2008. Diario se detiene a una persona que lleva un arma de fuego».

Me estremecí. Miré en torno: soledad, silencio apenas raspado por el vientecillo que enrosca la cola en el follaje de los eucaliptos. Oscuridad en un parque, a la medida para atorones y levantones de criminales disfrazados de policías, policías disfrazados de civil o sardos disfrazados de sardos. Ahí, agazapada entre los setos, aquella parejita, él y él. Nuevo estremecimiento. Cómo enfrentar la violencia desbozalada La oscuridad me oscurecía el poco valor que me otorgó Madre Natura, que a la hora de enfrentar criminales vale Natura. Me la persigné. Discretamente. Musitando el Magnificat me acerqué al siguiente farolillo de legañosa luz, y entonces…

Detrás del arbusto las voces cascadas. En el fierro de la banca aquel par de viejos, ella y él (nada de que «adultos en plenitud», «tercera edad» y demás eufemismos ridículos), que al amor de la penumbra ejercitaban el oficio de los viejos: recordar. «¿Te acuerdas, Chonita?» «Como si orita fuera.»

Yo soy enemigo de pastorear recuerdos, ejercicio senil, pero tanta ternura exhalaba la escena, y era tan vivo el aroma del seto que los arropaba, y tan mansa la hora, y el parque tan pleno de paz, que dejé atrás la parejita sospechosa, él y él, e hice de lado la nota roja, que es decir todo el periódico, y pian pianito me afortiné detrás del pirul. Y a escuchar a la pareja de ancianos:

No, y el México de aquel entonces, el que fue nuestro México. Esta ciudad que fue nuestra, cuando a deshoras de la noche podías recorrerla a pie sin el peligro de que te asaltaran ladrones o virus, y al caminar envolverte en la magia nocturnal de callejas, plazuelas y callejones. ¿Te acuerdas?

Cómo no voy a acordarme, si fue en uno de aquellos callejones donde aquella noche me acorralaste y tuve que dártelo, el sí, y del sí al altar. Qué tiempos…

«Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos», pensé. Suspiré En el bandazo de viento un ebrio autocompasivo se lamentaba «porque esta vida que llevo – si no hiera porque bebo – no la habría de merecer…

El policía, ¿te acuerdas? Amigo del barrio, vecino de todos, compadre. ¿Te lo imaginas de torturador, como los de ahora? ¿De secuestrador?

El México que pensaba no en dólares, a lo descastada ¡En pesos fuertes! No en entreguismo a Washington mientras, paradoja cruel, erigía unas banderas monumentales. Toda la tela comprada en Texas. De no creerse

– No, y los edificios públicos. Llegabas, entrabas y te entrevistabas con el licenciado sin necesidad de identificaciones, revi­siones humillantes y dejar en prenda tu fe de bautismo. Lo que los licenciados han hecho de este país.

Y el suspiro por aquel nuestro México que nos arrebataron para nunca más…

Pero lo que más me puede, Ramiro: los sacerdotes de más antes, beatos en vida El amor, el espíritu, la elevación, la mística ¿Y hoy? Unos cardenales que desde sus Mercedes Benz y BMW predican la pobreza Un empresario taurino, golfista y buen vividor, sospechoso de robo por 130 millones de dólares, nuestra moneda nacional, que se atreve a revestirse de obispo y consagrar el vino y el pan Réprobos Onésimos.

Como el reverendo Maciel. Padrecito, sí, pero de familia, que se tomó muy a pecho el «dejad que los niños se acerquen a mí». ¿Con cuál de esos ponernos en paz con Dios cuando se nos llegue la hora que no tarda, Chonita?

Y que destrucción de las áreas verdes y erario público, y que el deterioro de la calidad de vida del pobrerío, y la riqueza de sinvergüenzas del calibre de los Salinas, Montiel, Fox, Bribiesca, Sahagún. Y que para nosotros la ausencia de futuro, y que… (A lo lejos, parturienta en los primeros dolores, la ambulancia ¿Un infectado por la AH1N1? ¿Por la AK-47?)

Y los asaltantes, Ramiro, que nos mantienen en el filo del pánico.

¡Muy cierto! (No me pude aguantar, y saliendo de atrás del pirul:) «¡Este es un asalto!» ¿No es esa frase el santo y seña del México actual?

Esto ya no lo escuchó el anciano. Derribado él, ella, los brazos en alto, me entregaba su bolsa «¡Pero él se me muere, Dios…!”

La parejita, él y él, resultaron ser médicos. (Uf.)

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