Que en la Semana Santa de hace años huí de la ciudad, les decía ayer, y que fueron contaminación ambiental, inseguridad pública y embotellamientos de tránsito los que nos forzaron a huir, a mí y a mi única, hasta anochecer en alguna posada remota Al amanecer… ¡el trópico! ¡El mar! Reviví.
– Lástima no poder quedarnos aquí para siempre -dije a mi Nallieli, y ella: «¿Por qué no, amor?»
– Porque no. ¿Qué haríamos en este lugar de olas y cangrejeras tú, una estudiosa de Teognis el griego y yo, un intelectual pseudo-neo-comunistoide inútil para lo que no sean los achaques de su profesión?
Ahí se entremedió aquel nativo al que le caímos bien por una sola razón, una sinrazón aberrante: «Porque los dos son provincianos como aquí yo, no chilangos hijos de toda su (perdón, señito). Porque chilangos yo me los paso por… ay, perdón».
(Ese odio entre hermanos, irracional, aberración pura No pura, turbia.)
– A ver, volvió a hablar, ¿por qué dice que aquí con nosotros no podría hacerse vivir? Aquí hasta el más pendejete, con perdón…
– ¿Tecleando en la Olivetti a la orilla del mar? -dije.
– Tecleando madres, con perdón aquí de la seño bonita.
– ¿Quizá hacerme vivir componiendo poemas, odas?
– No odas, y ya me lo tutié. Quesque odas. Aquí puras décimas: ‘Yo enamoré a una preñada- por ver qué cosa sentía -y allá por la madrugada..» Por ahí va.
– ¿Cómo, sin ejercer mi oficio, sobrevivir en el trópico?
– Usté es jaranero, lo oí ejecutar la «vozarrona» hace rato; vi que le rezumba con la jarana pa’l zapateado veracruzano. Usté le intelige al muñequeo del instrumento. ¿Entonces? ¿No estoy yo aquí, que soy su padre, su requintero pa’ hacer un dúo de nosotros dos? Mire: en las piqueras, en las marisquerías, en ca’la Tona, en los huapangos. Ya lo oigo echando falsete: «Una iguana subió al palo – más alto de la nación. – De allá, de arriba decía – esto sí que está… pelón, chaparrito…» Que no, que ni hablar, que yo soy escritor, que novelista, periodista, conductor de radio. Y él: «Aquí se lo quitamos, yo aquí lo hago hombrecito».
– En la ciudad están mis alimentos espirituales: Bach, la biblioteca, mis talleres de lectura. ¿Qué haría mi espíritu por estos rumbos, tan lejos de mi matriz cultural?
– Aquí matrices le sobran, con perdón de su señito, y esto de la cultura, ¿no tenemos cultura quiere darme a entender? ¿Cómo de que nosotros no tenemos cultura? Ta usté pendejo, le iba a decir, pero me aguanto por respeto aquí a su güerita Claro que tenemos cultura. Cultura tenemos, y de lo más canelona Por cultura no vamos a parar.
Achis, achis. Miré los alrededores: ¿en dónde la biblioteca, la sala teatral, la exposición pictórica, la.? Manglares, palmeras, tierra en hervor de variopintos matices, ¿pero dónde la sala de conciertos? Cabañas con techos de palma, calles de tierra negruzca palapas, cantinas, marisquerías, el lujurioso burdel de la Tona, de la que el humor nativo suprime (pu) la primera sílaba, ¿pero el arte, la cultura?
– Cultura. Hasta acá, hasta Coscotepiaca de Abajo, nos llega sempiternamente nuestro alimento espiritual. Venga a ver si no, chance y se nos aquerencie como un coscotepiacano más.
Entramos al hotel. A la recepción. «¿Tenemos o no tenemos cultura como para que un intelectual no eche de menos la cultura citadina, pariente?»
Me señalaba hacia el rincón de la estancia y… trágame, tierra del trópico, tierra de Coscotepiaca (de Abajo); ahí, empericado en la repisa de fierro, el artefacto cultural: la televisión en rabioso color.
– ¿Ve? TV Azteca, Televisa y hasta Cablevisión. Cultura pura, como la de los chilangos hijos de toda su con perdón. El clásico pasecito a la red, telenovelas, series gringas, chamacas nativas, puro chonchín o sin ninguna vergüenza sus vergüenzas al aire. ¿Entonces? ¿Por qué no se queda aquí en Coscotepiaca de Abajo, donde tiene garantizado sempiternamente su alimento espiritual, el de todos los mexicanos? ¿Onde mejor pal espíritu? Anuncios de todas las marcas gringas y cimarronas, ¿se imagina?
Me imaginé y, mis valedores: sentí que se me mojaban. Los lagrimales.
Quesque la TV (¡Puagh!)