Todo ocurrió aquel día enfiestado, cuando Jerusalén hervía de exaltadas multitudes que se volcaron en la calle y que en su excitación tronchaban ramas de palmas y alzándolas en los brazos a grandes voces aclamaban al bienamado de las multitudes: «¡Hosanna en las alturas! ¡Tú eres el legitimo, hosanna!» Bajo la embestida de un sol como toro padre y recalentada al rojo blanco, la ciudad era un ascua de ardores vivos. JerusalénHosannas y aclamaciones iban a lacerar en lo vivo a cierto chaparrito, jetoncito, que desde una mirilla del balcón central del palacio (desalojado de favoritas, coperos y cortesanos), con sólo el sacerdote consejero observa sin parpadear, la ceja izquierda alacranada para simular energía y majestad, el espectáculo de una ciudad que se entrega, exultante, a su bienquerido. El del palacio, por contras, gobernador que el imperio, contra la voluntad de las 12 tribus, ha impuesto a Jerusalén rumia su frustración entre buches de bilis negra. Ah, la distancia entre ese varón carismático aclamado por las multitudes, que sin guardias ni vallas metálicas avanza rumbo a la explanada del palacio, «y yo, Poncio Pilato, un agente imperial impuesto; yo, mediocre irremediable al que sólo mis ropas de representante de Roma confieren un menguado peso a ojos de cómplices y sirvientes. Yo, detestado de las masas de Jerusalén». El, pobre individuo inhábil para el gobierno y abrumado con ostentosos ropajes que le sientan holgados, prestados por el imperio para que en Jerusalén tutelase los intereses de Roma. Triste destino el del hombrecillo de medio pelo, del que bien lo diría El Libro tiempo después:
«Nadie puede añadir a su estatura un codo». (Ni utilizando alzas de este grosor en los tacones de su calzado, señor gobernador de Jerusalén.)
Riguroso destino. El áspid de la envidia le hinca el colmillo en las telillas del corazón y le corroe las entrañas. Poncio el Pequeño, el mal aliento del sacerdote apestándole el cogote, cerró la mirilla y se encaró al de la halitosis, el sumo sacerdote Caifás, judío colaboracionista del imperio (¿habrá en La Biblia y fuera de ella cosa peor que ser un colaboracionista?) «Qué hacer con el levantisco, Caifás. Mira cómo Jerusalén se le entrega».
– Prenderlo ahora mismo, señor. ¿El cargo? ¿Necesitas un cargo? Alteración del orden público, incitación a la rebelión popular, ser un peligro para Jerusalén. Motivos te sobran y no te hacen falta. La ley eres tú.
Que el consejo es descabellado «Ni tanto. Tú manda prender al mesías de masquíña. Total, ¿qué fuerza tiene ese demagogo para soliviantar a la plebe frente a tanto extranjero que acudió a nuestra fiesta anual? ¿Roma qué va a decir de ti si no lo sometes? Te ha bloqueado la calle principal, ¿no es motivo suficiente para prenderlo? Fuese el líder de Antorcha Popular, de los panchovillas, de los 400 pueblos, ¿pero ése? ¿Cuál es su fuerza?»
– La de las chusmas, míralas. ¿Yo ir contra el mesías que endiosaron?
Afuera, el júbilo, la exaltación, las aclamaciones. ¡Hosanna! Jerusalén, moza gallarda enamorada, huele a palma recién cortada. ¡Hosanna!
-Ya se congregan en la explanada del palacio, obsérvalos, ¿Merece ese loco el delirio de unas masas ignaras? Observa, señor. ¿En qué hizo su entrada triunfal ese revoltoso? En una burra parda, cuando Carlos Aguiar, nuevo pastor de Tlalnepantla acudió con sus ovejuelas en auto de lujo.
En la explanada el griterío, las aclamaciones. Luego, el silencio, porque en Jerusalén resuena la voz del carismático, que ante unas masas expectante maldice al imperio, a su agente impostor, a Caifás el fariseo y a toda la lacra de vendepatrias. Caifás, ir y venir mesándose la barba «¡Todos contra esos hijos mostrencos del imperio!», clamaba allá el demagogo, y acá Pilato disminuía de tamaño. «¡Yo con ustedes soy indestructible!»
¿Que qué? ¿Indestructible? Caifás desgarra sus vestiduras. «¡Indestructible ha dicho! ¡Vive Yahveh! ¿Oíste? Indestructible, dijo. ¡Prende al hijo de Baal Zebub! ¡Muerte al blasfemo! ¡Crucifícale, señor…!”
– No veo el delito. ¿Y si lo tratásemos con «un peligro para México?»
– ¡Crucifixión! Ya después te las lavas (las manos.) Manda llamar de inmediato, te ruego, a nuestro…
Al embrujo del nombre cayó un rayo en seco.
Y fue así como al rato vimos llegar al colaboracionista histórico de toda la Roma imperial: «Jesús Ortega, señor, talamantero de Nueva Izquierda ¿A quién debo crucificar esta vez? ¿En obsequio de quién o de quienes?»
Caifás contó las 30 monedas. (Dios.)