Ayer, con todo respeto, lo exhortaba aquí mismo a abandonar, como yo lo hice hace años, el vicio onanista del fútbol como aficionado pasivo. Que al menos no lo exhibiera en público para mal ejemplo de sus gobernados, que seguirían delegando en otros, sin nunca asumir su responsabilidad histórica de ciudadanos. Le hablé de que la cursilería de los merolicronistas exaltó de «verdugo de Costa Rica» al jugador Héctor Hernández, que militaba en «mi equipo»: el Guadalajara. Ahora permítame que le cuente lo que alguna vez dije aquí, en este espacio, a mis valedores:
El Guadalajara de aquellos tiempos; el chiverío de los esforzados que imponían condiciones en cancha propia como en la ajena El Guadalajara Pero no malinterpretarme, señor presidente Óscar Arias: no intento pasarme de Vergara al estilo del dueño de ese chiverío que tiene o tenía su nido allá por Los Colomitos lejanos. Sólo quiero ponderarle las glorias del Guadalajara, y aquí me pongo de pie. El chiverío de los tiempos aquellos, qué tiempos que se nos fueron para nunca más. El campeonísimo que llegó a ser mandón a todo lo largo y ancho del fútbol tricolor. Qué tiempos…
Evoco aquí al chiverío que se acostumbró a ser el padre de tantos equipos, comenzando por el aborrecible América, y los ardidos han de dispensar. Ah, aquel Guadalajara de mis amores primeros, los de mi primera juventud (¿me permiten? Esta furtiva lágrima. Este terco lagrimón…)
Va aquí una entrañable, visceral remembranza del campeonísimo de aquellos que fueron los buenos tiempos de México, cuando a nuestro México todavía no nos lo hipotecaban del todo al agio internacional desde Echeverría y López Portillo hasta los «Nopalitos» del PAN, siglas siniestras; cuando el Guadalajara valia, y el peso valía y el mexicano valía a ojos de todos -y lo más importante: a los ojos propios. Qué tiempos aquellos, los de aquel rebaño sagrado de las fragorosas contiendas contra los margaritones del Atlas, contra la recua de muías del extinto Muslos del Oro, contra el aborrecible América de Televicentro. Presentes tengo en la mente a los once símbolos del Chiva de mis amores, los de mi juventud; héroes de los tamaños de un Héctor Hernández, canela pura, goleador de veras. Pregunten, si no, a los ticos, señor Óscar Arias, que le temían como al Sida o al modelo neoliberal. Ah, driblador de kilates; aquella su suavidad para manejar el esférico, burlar al contrario y lanzar el trallazo que iba a explotar en el mero corazón del marcador. ¡Héctor Hernández, y aquí me pongo de pie..!
Recuerdo a mi Chava Reyes, el cabeza de melón: fino a la hora de esconder el esférico, pasarlo, desmarcarse, recibir como mandan los cánones, fusilar y.¡el chiverío se trepa en el marcador, que era treparse en el América! Bien haya el Guadalajara (Pos sí, pues’n…)
Bujía del equipo: creativo, batallador. Ahora te recuerdo, Chololo Díaz. Largos calzones guangoches y esa tu marunga que hoy apodan chanfle, y que para las manos del guardameta rival fue brasa y pólvora, y. ¡venció al portero rival! Isidoro Díaz, te saludo en tanto que a ti te miro en mi mente, Chuco Ponce mentado, constructor de juego, el de los pases en profundidad que se encargaba de convertir en anotaciones El Mellone Gutiérrez…
Pero hablando de El Mellone: cómo no estremecerse al escuchar tu nombre, pasta de inmortal, que burilaste aquel gol que te iba a hacer el ídolo de todo San Juan de Dios y anexas: gol anotado de nalga y la zurda para más mérito. Mellone Gutiérrez, y los siento húmedos. Mis ojos…
Fino porte, señorío, verticalidad; chiva por antonomasia, el capitán Jaso postulaba en cada disparo al arco su filosofía futbolera: fuerte, raso y colocado. ¡El capi Jaso toma el esférico, se pica por el centro, dribla a un contrario, dribla a dos, dispara y… (Válgame, que a la emoción mandé a tiro de esquina cafetera florero y el pastorcito de yeso, qué regazón. Lástima, que era el favorito de Aída (tú, la de todos los días.) Y se reanuda el encuentro.
Tigre Sepúlveda (¿cuántas veces me he de poner de pie?), el Tigre aquel que desde su reducto de la defensa central ganaba contiendas con la sola estampa de una casaca bien puesta, camiseta a rayas y, por si no bastara, unos mostachos aguamieleros y un mirar así, miren, de fiera en brama Y a temblar, esos margaritones del Atlas. A temblar, cremas del América, que allá viene el Tigre, y ya venteó sangre…
Aquí te nombro, zambo genial, pinta de aborigen, pesadilla de rivales. Te honro a la distancia de tantos ayeres y avatares tantos, tú que fuiste, tú que eres honra y prez de Atemajac. (El marcador final, señor Arias, mañana)