Después, el delirio

Lo ingenuo que era yo por aquel entonces. Miren que escandalizarme de las corruptelas que permeaban el aparato gubernamental en los sexenios de Fox, de Zedillo, del «compatriota» años antes, y de todos los demás años más antes. Yo escandalizarme con lo que ocurrió por aquel entonces, siendo que es hoy, con la actual corrupción, cuando adquiere su peso exacto y real dimensión. En fin. De aquel incidente me curé, pero caramba, qué virus me habré tragado entre los que infestan e infectan el aire de la ciudad, hijos naturales de la contaminación ambiental e hijos putativos del amasiato de ozono con gasolina, del plomo y las chimeneas, del monóxido de carbono con las heces fecales que acarrean los vientos junto con vientos humanos. La crónica:

Barrio de Mixcoac, mi barrio. Tranquilo el ánimo y el vespertino acunado en el nidal del sobaco caminaba yo rumbo a mi depto. de Cádiz. Los pulmones se me hinchaban con el aire de la ciudad, esta mi amadísima que venía contemplando al andar, y percibiendo su pulso, su señorío, su calma, su paz, su quietud. Apenas allá, en Insurgentes, un discreto embotellamiento de siete cuadras, y acá un borbollón renegrido en los chacuacos de la fábrica transnacional de asbestos cancerígenos y plásticos no biodegradables, y en la esquina de mi barrio los restos resquebrajados de tres narcos que cayeron en el ajuste de cuentas del día, y el ulular de patrullas y ambulancias como en trance de parto dificultoso. En el límpido firmamento ese que se nos vuelve ángel guardián: el helicóptero policíaco, pajareando los pasos de todos los paisas, sospechosos de culpabilidad mientras no demuestren ser inocentes. La calma de mi ciudad. Me detuve a observar el contingente de tanquetas que se dirigían al cuartel. De súbito el de casco y forifai:

«¡Ese del chalequito de pelos, qué hingaus fisgonea pa acá, circúlele!»

Con los de chivo me apuntaba. Yo, valiente que no fuera, el terror, el pánico, las ganas de desaguar por todos los orificios. Por amansar el calambre en el bajo vientre hice como que no escuchaba al moto de la moto y traté de disimular el miedo chiflando, pero yo, como chiflar, nada chiflo, que nomás la riego, la saliva. Buscando el auxilio del Señor de los Cielos (no el que murió, sino el que todavía vive, espero) alcé los ojos, y el del helicóptero artillado, militar: «¡Ese pseudo-neo-comunis-toide, qué nos ve! ¡Indentifíquese!»

«Indentifíquese», santo Dios. Por disimular desplegué el vespertino en la sección del clásico pasecito a la red, la del horóscopo y el obituario, la de los corazones solitarios -mi preferida-, la de las puterías de las estrellas de gran canal que aparecen en el gran canal de las estrellas, clon del gran canal del desagüe. Y qué de fotos, qué de tetas, qué de pubis, qué de cóccix, qué de nalgas, qué de válgame. Yo de ganchete observaba la calle, sin imaginar que media cuadra más adelante me iba a asaltar el delirio. Porque ocurrió que iba yo examinando el periódico, que es decir la nota roja, que es decir las fotos de las cabezas sin torso y los torsos descabezados, con la foto de uno chaparrito, y la de un Fox al que le apesta El Tamarindillo) y una señora justicia a la que le apestan el tamarindillo y todo lo demás. Yo, ante la sangre que chorreaba la nota roja, mal contenía el vómito. De ganchete, por aquello de las moscas, observaba Afis y Zetas que pasaban por la calle, y fueron las moscas, precisamente, las que se me vinieron en enjambre y me hundieron en el delirio. Y yo, que no creo en fenómenos paranormales…

Las moscas. ¿De dónde salieron, de dónde se me echaron encima? ¿Del muladar de la calle? ¿De las bolsas de basura apiladas en las esquinas? ¿Del agua estancada en el charco aquel, que al paso del tiempo se tornó verdosa y malparió ajolotes oscuros y verdes moscones que vuelan en derredor con su zumbido lóbrego? Ah, pestilentes miasmas que genera ese charco cuyas larvas habitan, cohabitan en latas vacías de cerveza, en ese tenis roto, ese pomo, ese corcho flotando entre lama, esa almohadilla jaspeada de algo cafioscuro, esa popocina, esos… Y lo que es la inocencia infantil; lo que es el milagro de una imaginación todavía muchacha, todavía no muy echada a perder por la programación del Gran Canal y TV Azteca: semiencuerado por la deuda externa y el Fobaproa zedillista, el chavito echaba a navegar en las aguas corrompidas su barquito de papel, ágil velero que viento en popa a toda vela surca los lomos del glauco mar. Boga, boga, marinero; boga, boga, bogavante La imaginación todavía flamante, recién estrenada. De repente, los motos acelerando sus motos, y las patrullas, las ambulancias, los altoparlantes: «¡Abran cancha, rápido!» Disimulando el temor abrí el„. (El que abrí, mañana.)

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